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Bajo los puentes de París

El alcalde de Madrid no quiere mendigos durmiendo a la intemperie. Al mandarles a pernoctar bajo techo, Gallardón toma en serio la ironía del escritor francés Anatole France, que explicaba la majestuosidad de la ley en el hecho de que prohibiera a los parisienses dormir bajo los puentes del Sena. Decisión justa, pensarían muchos, porque la prohibición iba dirigida a todos, aunque evidentemente no afectaba a todos por igual. Para los ricos la ley les suponía tal vez privarse de alguna siesta a la vera del río; para los pobres, quedarse sin su casi-hogar.

No es una medida original. Gil y Gil, sin ir más lejos, ya la practicó a conciencia. A los pobres no se les ha perdido de vista ni siquiera en la más venerable tradición política. Para Aristóteles, por ejemplo, política y pobreza van tan unidas que la segunda llega a ser la razón de ser de la primera. Dice en su Política que en toda sociedad hay dos partes, la de los pobres y la de los ricos. El noble arte de la política consiste en hacerlos convivir, asunto nada fácil, señala, porque los ricos quieren imponer sus reglas y los pobres, los únicos interesados en reglas comunes, no tienen fuerza para hacerlas valer. El Filósofo, que no era un revolucionario precisamente, entendió, sin embargo, que solo desde el margen, es decir, desde la pobreza podrían pensarse reglas justas de convivencia porque el secreto de los que viven al margen es saberse marginados y eso, la marginación, no podía ser el precio de la convivencia. Aristóteles pensaba que quien haya experimentado una vez la dureza de la marginación, no podía aceptar que el precio de la vida en común fuera la exclusión de algunos. Y cuenta el caso de aquellos pobres que, liberados del destino de tener que pagar su insolvencia económica con la esclavitud, gracias a una ley, esta sí revolucionaria, de Solón, no corrieron al Ágora para hacer valer sus derechos de seres libres, sino que plantearon otra forma de hacer política que no tuviera que contemporizar con la esclavitud, ni basarse en exclusiones, como era el caso del Ágora ateniense.

Los pobres son el índice de un fracaso, el de la política occidental de la igualdad

El secreto de los pobres es la conciencia de la falsa universalidad del sistema de los ricos. Eso era evidente en la edad de bronce del capitalismo, cuando se trabajaba para vivir y se vivía para trabajar. Y sigue siéndolo hoy cuando, ante la crisis financiera, el Estado corre en socorro de los bancos al precio del empobrecimiento general. Aunque esta movilización general en ayuda de los ricos se nos presente como inevitable o un mal menor, los pobres saben que no son medidas para salvar a todos porque ellos ya están hundidos.

Por eso a los sistemas políticos dominantes les desasosiega la figura del mendigo. Han invertido mucho en ideología para hacerlos invisibles: desde la repetida tesis de que los pobres son culpables de su pobreza, hasta el dicho evangélico de que "pobres, siempre los tendréis entre vosotros", pasando por el desprecio del marxismo que solo veía en ellos un ejército de parásitos. Si son culpables, inevitables e inútiles, solo cabe quitarles de en medio. No es un asunto de estética. Se trata más bien de ocultar la figura denunciadora de un sistema político construido con exclusiones pero presentándose con una vocación compasiva, como decía aquel Bush de su política.

Los pobres son, en su desamparo, peligrosos. La pobreza ha sido el humus en el que han nacido los episodios de agitación social más definitivos. La experiencia de pobreza, en los unos, y el espectáculo de la miseria, en los otros, han sido el detonante de la indignación social. Las utopías de un mundo mejor o las teorías revolucionarias, incluidas las marxistas, solo han fructificado en terrenos abonados con la indignación provocada por el espectáculo de seres impotentes y humillados.

En un momento como el actual en el que la izquierda necesita la complicidad de la derecha para subsistir -¿cómo pagar si no la factura del Estado de bienestar o la protección al desempleo?- los pobres son el resto de una tradición crítica que se ha quedado sin claros contenidos. Son el índice de un fracaso. No solo del fracaso de un sistema empeñado en identificar los intereses de una minoría social con los de toda la sociedad, sino del fracaso de la política occidental que nació con la idea de encontrar reglas de juego que valieran para el partido de los ricos y de los pobres. Esa confianza estaba fundada en la experiencia de la humanidad, expresada en los mitos más antiguos, de que la pobreza no es algo natural, ni merecido, ni irremediable, sino que es un empobrecimiento del hombre por el hombre. Lo natural, desde la Biblia a Rousseau, es la igualdad. La política quiere hacer cohabitar al rico y al pobre porque entiende que hay una relación nada inocente entre pobreza y riqueza. Vamos, lo mismo que Alierta, el presidente de Telefónica, que decide de una tacada despedir a 6.000 trabajadores y repartirse 450 millones de euros entre los directivos.

Reyes Mate, profesor e investigador del CSIC, es autor de La herencia del olvido, premio Nacional de Ensayo.

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