Cómo no mirarla
La voluptuosa Sofía Loren mira de reojo el inmenso escote de la aún más voluptuosa Jayne Mansfield. Sucede una noche de 1957. Esa mirada furtiva de una mujer que estudia el espectacular tamaño de los pechos de su compañera de mesa es captada por el clic de un fotógrafo. El tiempo ha convertido esta foto en una imagen icónica, por lo que tiene de representación de una escena clásica: una mujer estudia a otra. Revela una de esas verdades dolorosas de las que el feminismo huye como de la peste, porque de admitir que las mujeres nos estudiamos de la cabeza a los pies a que alguien afirme que estamos hechas para competir entre nosotras hay un paso. Para mí es evidente que Sofía Loren no observaba a la Mansfield con envidia, sino con curiosidad; dado que fijar la mirada en las tetas de una mujer es inaceptable socialmente, Sofía hubo de hacerlo con disimulo, y el momento, atrapado por un clic milagroso, ha convertido ese disimulo en rivalidad femenina. Pero también es cierto que hay mujeres que no saben estar sentadas al lado de una mujer bella. Lo he visto. He visto a mujeres con éxito profesional cuya seguridad se tambalea al tener a su vera a una mujer hermosa. También he oído a mujeres inteligentes relacionar belleza con estulticia. Ah, los complejos. Nos pueden convertir en malvados y en idiotas. Estos oídos míos escucharon a una escritora de éxito afirmar que las actrices no solían brillar por su inteligencia. Tópico sobre tópico: las guapas son más tontas que las feas; las escritoras, más listas que las actrices. Sin comentarios. Puedo entender, por supuesto, que una mujer se lamente cuando, compartiendo mesa con una joven espléndida, es ignorada por esos hombres que ante la belleza regresan a su condición de primates, pero hay que hacer un esfuerzo para que esa desventajosa situación no conduzca a la misoginia. De hecho, el mejor remedio contra el resentimiento es aceptar la virtud del otro. A mí me gustan las mujeres guapas. Es cierto que si conozco de cerca a una mujer guapa que no es inteligente su belleza se me desvanece, pero aprecio la belleza en sí, la de aquella mujer que me mira desde la marquesina de un autobús, desde la portada de una revista o desde un fotograma. Trato de admirar la belleza femenina como he observado que lo hacen algunas amigas lesbianas: disfrutando de ella como un regalo. De la misma manera que es vulgar el hombre que advierte que no sabe apreciar el atractivo masculino, lo es la mujer que se niega a admitir lo evidente: la belleza física tiene un magnetismo innegable. De belleza voy leyendo mientras un tren me lleva hacia el Sur. Se trata de un libro que me mandó Lorenzo Caprile, ese modisto que dibujaba princesas de niño (para asombro de sus compañeros de colegio) y que ha acabado vistiendo princesas de adulto. Caprile, lector compulsivo y atento, es el que ha puesto en mis manos este Kate Moss Machine del francés Christian Salmon. El ensayo diserta sobre las razones que convirtieron a una adolescente de barrio obrero londinense, menos alta que las modelos convencionales y fina como una gamba en la diosa de la cultura alternativa. Las primeras fotos mostraron a una Kate de dieciséis años posando en el paisaje de su infancia, el Londres suburbial, como una de tantas muchachas con poca pasta y mucha gracia que se visten en mercadillos. Aparecía poco o mal pintada, con el eye liner corrido, aumentando esas ojeras que les aparecen a las chicas cuando han dormido mal o cuando se han drogado. Kate Moss inauguró la era de las modelos que parecían desfilar por la pasarela tras haberse corrido una gran juerga. Chicas que se olvidaban de comer, pero nunca de tomar una copa o esnifar unas rayas. Una estética que, como se ha sabido después, era casi una descripción del backstage en el que vivían algunas de estas jóvenes y que los estilistas exageraron con maquillajes y peinados convirtiendo en tendencia el look de "chica abandonada". El colmo de la incongruencia: una muchacha al borde de la enfermedad vistiendo chaneles y diores. Kate Moss representó esa imagen tanto en la pasarela como fuera de ella hasta el punto de que en 2007 la National Portrait Gallery de Londres convocó a varios artistas para retratarla. Lucian Freud se unió al desafío y algunos críticos reaccionaron agriamente diciendo que el arte inglés había muerto. Hoy, Umberto Eco, ajeno a tales prejuicios, incluye una de las fotografías de aquella exposición en la lista de los retratos más emblemáticos de la historia del arte. Al fin y al cabo, ¿qué es Kate Moss sino una modelo que posa? Expresividad y belleza, capacidad de contar con una pose y una mirada una pequeña historia, ese es su trabajo. Sobre los misteriosos caminos de las tendencias estéticas leo en el libro de Salmon. Al terminarlo, la observo a ella, la Moss, en la portada. Y pienso entonces que por encima de todas esas consideraciones sociológicas que justifican un libro de ensayo está ese rostro magnético. El rostro bello y gatuno que haría que unas mujeres se sintieran incómodas a su lado en la mesa, otras la miraran de soslayo al estilo de Sofía, algunos hombres se volvieran primates y algunos seres humanos, entre los que creo me encuentro, pensaran cómo no mirarla siendo, como es, tan bella.
El mejor remedio contra el resentimiento es aceptar la virtud del otro
Kate Moss inauguró la era de las modelos que se olvidaban de comer pero no de tomar copas o esnifar unas rayas
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