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La gran desintegración del mundo árabe

Seymour Hersh, uno de los periodistas de investigación de la revista The New Yorker, ha abierto un debate al revelar en su último artículo que la nueva política de Washington para hacer frente a Irán en Oriente Próximo consiste en enviar dinero y otras ayudas a grupos extremistas suníes, a veces a través de los gobiernos libanés y saudí, con el fin de que menoscaben y contrarresten el poder que tienen en la zona Hezbolá, Siria y el propio Irán.

Pero no nos compadezcamos ni nos burlemos sólo de Washington, pues todos los protagonistas de esta historia -Estados Unidos, Hezbolá, el gobierno libanés, Siria, Irán y Arabia Saudí- habrán de sentir vergüenza ante la situación de caos que han creado colectivamente con sus miopes políticas. Y sospecho que esta situación es sólo el reflejo de algo muchísimo más espinoso: podría ser que nos encontráramos en un momento histórico, el del inicio de la desintegración, no sólo por los extremos, sino también en su mismo centro, del Estado árabe moderno creado por los europeos en los años veinte del siglo pasado.

El destrozado Irak es el precipitado de esta posible disolución y reconfiguración de unos Estados árabes que han mantenido cierta cohesión durante casi cuatro generaciones. Irak es sólo el caso más dramático de todos aquellos países árabes que están lidiando con el problema de su propia coherencia interna, su legitimidad y su viabilidad. Líbano y Palestina llevan medio siglo luchando por ser un Estado reconocido e independiente; Somalia ha abandonado la partida en silencio; Kuwait desapareció y volvió a aparecer rápidamente; Yemen se dividió, se unió de nuevo, volvió a separarse, pasó por una guerra y acabó volviéndose a unir; Sudán es una centrifugadora movida por las fuerzas nacionalistas y tribales que empujan para separarse del Estado centralizado; Marruecos y el Sáhara Occidental bailan cautelosos alrededor de un lógico acuerdo de asociación; y, en general, las tensiones internas asedian en grados distintos otros países árabes.

Un amigo británico me recordaba la semana pasada el complicado legado de Europa en el caso de los tres Estados que fueron creados en la Conferencia de París al terminar la I Guerra Mundial: Yugoslavia, Checoslovaquia e Irak. Todo un récord, si bien no muy inspirador. La guerra angloestadounidense para derrocar el régimen iraquí ha ahondado las tensiones regionales, porque con ella se desató toda la fuerza de unas identidades étnicas, religiosas y tribales poderosas y con mucha frecuencia antagonistas, la mayoría de las cuales han formado sus propias milicias. Y con la ayuda árabe, iraní y occidental todas las milicias prosperan. No es de extrañar, pues, que Washington esté ahora ayudando indirectamente a los fundamentalistas radicales suníes, los mismos que atacaron Estados Unidos en estos últimos años. Estados Unidos: bienvenido a Oriente Próximo.

Pero Oriente Próximo no esel sur de California, y los camiones de las milicias con misiles antitanque y otras máquinas de guerra no van por ahí con abonos de transporte para pasar los controles.

Parece evidente que Estados Unidos decidió hace meses transigir en su posición en Irak y pasar al plan B. El aumento de tropas estadounidenses enviadas a Irak probablemente está camuflando la retirada de los norteamericanos a unas líneas del mundo árabe más defendibles, desde donde poder luchar contra Irán y su gobierno islamista, y también contra el sirio y los baazistas.

Washington y sus amigos están intentando desesperadamente controlar el genio maléfico que soltaron en Irak, pero se equivocan cuando consideran que la amenaza es fundamentalmente chií e iraní. Éstos son, ciertamente, elementos esenciales de los grupos que luchan contra Estados Unidos, Israel y ciertos regímenes árabes aliados, pero mucho más útil es reconocer que lo que impulsa esa imprecisa coalición de fuerzas antiestadounidenses y antiisraelíes es, precisamente, la política norteamericana e israelí en la región.

Oriente Próximo ha sufrido tanta tiranía doméstica y tantos y tan continuos ataques externos que se ha convertido en una peligrosa olla a presión, dado, además, que la mayoría de los ciudadanos viven la situación económica, social, étnica, religiosa y nacional de sus respectivos países con enorme y creciente insatisfacción. Si no se alivia la presión dejando que la región y sus Estados definan, y definan sus valores de gobierno, la olla explotará. Y sospecho que hoy estamos presenciando ambas cosas simultáneamente.

Por un lado, a modo de ejemplo dramático de autoafirmación colectiva, los movimientos islamistas, étnicos, sectarios y tribales proliferan -ayudados por Irán- en todo Oriente Próximo. Por el otro, la inmensa presión externa que ejercen Estados Unidos, algunos países europeos, Israel y algunos gobiernos árabes para reprimirlos, esperando dominar una región que está intentando definirse y liberarse del legado moderno de los Ejércitos angloamericano e israelí.

La profunda incoherencia de ese extraño panorama permite que se haya convertido en algo rutinario que las monarquías árabes apoyen a los terroristas salafistas; que las democracias occidentales ignoren los resultados de las elecciones libres en los países árabes; que los iraníes y los árabes, y los chiíes y los suníes, actúen codo con codo y se enfrenten también en guerras sangrientas; que los revolucionarios árabes seculares unan sus fuerzas a las de los revolucionarios islamistas; que los amantes de la libertad en Londres y Washington apoyen a ciertos avezados autócratas árabes o al ocasional tirano adorable; que las leyes occidentales y árabes amparen la financiación de las milicias; y que Israel y Estados Unidos perpetúen las políticas del primero de los dos países, unas políticas que incrementan, más que palian, las amenazas contra la seguridad y las vulnerabilidades de todos los países de la región.

Hace mucho tiempo que el pánico, la confusión y la falta de rumbo definen a corto, medio y largo plazo respectivamente las políticas de los estadounidenses, los británicos, los árabes, los israelíes y los iraníes en esta región. Simplemente esas políticas son más evidentes ahora, en un momento en el que la confrontación, la insurrección y la guerra en Oriente Próximo actúan conjuntamente para señalar el final de una era y el principio de otra.

El espectáculo, que incluye y trasciende lo que denomino la gran desintegración del mundo árabe, acaba de comenzar. Lo más desgarrador está por llegar.

Rami G. Khouri es el director del Issam Fares Institute de la American University de Beirut y editor del Daily Star de Beirut. Traducción de Pilar Vázquez. © Khouri / Agence Global, 2006.

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