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A favor de la alumna

Nunca nuestra cultura prohibió a las mujeres llevar la cabeza cubierta. El protocolo nos permite cubrirnos incluso en la mesa, cosa que a los varones no -bajo techo, ellos no-, y deja el control de esas cuestiones en manos de la moda.

Que las mujeres muestren el cabello fuera de casa es una marca de la modernidad. Es más, de la estricta modernidad occidental y laica. Sólo a partir del Concilio Vaticano II pueden las católicas entrar sin velo en las iglesias. Y llevar tapado el pelo sigue siendo norma en muchos ámbitos occidentales: en los quirófanos, en las cocinas, en muchas fábricas y laboratorios, en muchas órdenes religiosas.

La prohibición del velo en algunos centros de enseñanza no se puede enmascarar en cuestiones protocolarias, porque, respecto a las mujeres, no existen límites: es la prohibición de un rasgo identitario. Y es la introducción en el debate público de un tema que roza los derechos constitucionales de algunas ciudadanas españolas: el de no ser discriminadas por razones de religión.

Los derechos a la educación y a la libertad religiosa son superiores a cualquier reglamento interno

Tampoco es cierto que cada centro escolar pueda hacer de su capa un sayo. Hay límites bastante precisos. Por ejemplo, no se pueden aplicar castigos físicos, y habría muchos que bien quisieran. No: los derechos humanos, que son individuales y universales, están absolutamente por encima de la voluntad normativa de los padres, enseñantes y propietarios de los centros.

Si son de titularidad pública, no deberíamos ni discutirlo. No se debería haber planteado. Porque abre un debate oportunista y lo hace vulnerando lo importante: el derecho de las chicas musulmanas y observantes a la educación pública. El mismo derecho que se vulneraría si se impidiera a las monjitas tocadas, asistir, como asisten, a la Universidad.

Es un tema de identidades y de pertenencias religiosas, que es absolutamente legítimo -igual de legítimo que el de no adscribirse a ninguna- y que las instancias públicas, aconfesionales y laicas, tienen que proteger y garantizar.

Los ciudadanos tenemos libertad para pertenecer y practicar la religión que nos parezca oportuna, o para no practicar ninguna. Y no tenemos por qué ocultarlo. Como decía hace pocos días Amelia Valcárcel en estas mismas páginas, la religión es privada, pero no clandestina. Los alumnos pueden llevar cruces o solideos o velos, claro que sí. Y el espacio público les respeta a todos, y les enseña, es su primera y principal enseñanza, a respetarse entre ellos. Sabiendo quiénes son.

Por eso el tema del velo no puede relacionarse con el de las señales religiosas en las instituciones públicas: los crucifijos en las aulas, los hospitales o los juzgados, por ejemplo. El Estado -y los centros educativos públicos son Estado- es aconfesional. Así que no a los crucifijos, medias lunas o estrellas de David en el aula pública. Sólo los símbolos civiles, que son símbolos comunes.

A mí, que soy agnóstica de educación católica, el velo no me gusta. Las mujeres progresistas de mi generación en el mundo musulmán, como querían cambiar sus sociedades y luchaban por ello, se lo quitaron. Porque luchar por la naturalidad del cuerpo formaba parte de la lucha de las mujeres por su igualdad. Como mi generación occidental se quitó el sostén, se puso los pantalones, los panties y la minifalda.

Con ello trataban de superar una situación de desigualdad de género, y de diferencia con sus congéneres occidentales; pero también expresaban la esperanza en la normalización democrática y en la salida de la pobreza de sus sociedades. Se quitaron el pañuelo igual que se lo quitaron, año arriba, año abajo, muchas campesinas cristianas de toda Europa. Pensemos en Castilla. Pensemos en Sicilia. Ellas habían elegido la modernidad.

La generación musulmana de nuestras hijas ha recuperado el pañuelo. No es un tema baladí, le han cambiado el significado: ahora tiene un valor reivindicativo e identitario, cuando antes se sentía como un símbolo de sumisión. Pero se da el caso de que ese valor nuevo coincide en el tiempo con el crecimiento y el empoderamiento político de las corrientes religiosas más retrógradas del islam. Y no sólo del islam, de todas las llamadas religiones del Libro. E incluyo a la Iglesia Católica.

En el pulso actual en la Comunidad de Madrid, el debate se ha abierto por donde no se debía, llevándose por delante, primero, la normalidad cotidiana: no es cierto que el pañuelo sea lo que discrimina, lo ha probado la solidaridad con la alumna del instituto Cela; segundo, llevándose también por delante el derecho de unas adolescentes a mostrarse como creen que son, y en la educación pública, como lo que son: ciudadanas de este país.

No creo que se pueda someter a ley general el tema del velo: hace siglos que no hay leyes suntuarias y que no se regla el tema de la ropa: sólo hay esa cosa amplia y cambiante del decoro y la etiqueta, y no creo que nadie se atreva a decir que el pañuelo es indecoroso. El que no se regule es, exactamente, la modernidad.

Y tampoco creo que se pueda dejar en manos de los consejos escolares la posibilidad de prohibirlo: está muy por encima de sus atribuciones. En todo caso, les tocaría investigar, a favor de la alumna, si se la violenta u obliga a llevarlo. Y en ese caso, como en todos los casos de violencia y abusos contra los niños, y con la debida prudencia, actuar en consecuencia: acudir a instancias superiores. A favor de la alumna. El resto es pura provocación.

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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