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Los eufemismos

"El inconsciente se estructura como el lenguaje", en afirmación de Lacan, que ya se ha repetido muchas veces,- no sé si siempre bien entendido (llegará el día en que a propósito de un polvo de lavar, un nuevo modelo de auto o de vídeo la evoquen los inefables publicistas, esos divulgadores de conocimientos abaratados al nivel de eslóganes). Me pregunto, entonces, cuál será la estructura del inconsciente (una manera de ver el mundo, de organizarlo y de simbolizarlo, que reúne experiencias arcaicas de la especie mas fenómenos subjetivos) de muchos políticos, periodistas y todos aquéllos que forman la oscura voz pública, para que nos invadan permanentemente con eufemismos. Ese pensamiento presuntamente colectivo, y por ende anónimo, que tiene el prestigio de la voz del televisor o de la letra impresa. Un pensamiento tan generalizado, en apariencia, que no necesita identificarse: es la opinión del sentido común, de los gobernantes, del poder en todas sus formas.Según el diccionario, eufemismo es el "modo de decir o sugerir con disimulo o decoro ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante". ¡Maravillas de la lengua y del inconsciente! Una somera relación de la Prensa, en pocos días, me ha hecho descubrir (por un estremecimiento d e incomodidad al leerlos) los siguientes eufemismos: no vidente, por ciego (¿ofende nuestra buena conciencia de videntes algo distraídos hacia el destino ajeno?); clases económicamente débiles, por pobres (Jonathan Swift proponía comérselos para evitar el feo espectáculo de verlos mendigar por las calles de Londres, que arruinaba el turismo); apreciación del dólar, por subida (¿subirá menos, si está apreciado?); afección, por enfermedad (debe ser más difícil morirse de una afección que de una maldita enfermedad) y una joya de nuestro lenguaje ... (o de nuestro inconsciente): intervención militar, por invasión. Seguramente el país que interviene militarmente atente menos contra los derechos de los nativos que un brutal país que invade.

Sin embargo, no hay eufemismo inocente, tal como revela la drástica definición del diccionario. El lenguaje, creado, en principio, para expresar la realidad, ha inventado su propia máscara: es utilizado, muchas veces, para ocultarla, respondiendo a determinados intereses. Así, los interrogatorios de rigor a los que son sometidos los prisioneros o los detenidos en muchos países disimulan la tortura en su acepción más brutal, y los reajustes de plantilla, los despidos lisos y llanos.

La pregunta ronda los ejemplos: ¿Cuándo y por qué una sociedad o algunos de -sus individuos apelan al eufemismo? ¿Es posible que el lenguaje consiga, verdaderamente, ocultar la realidad? Entonces recuerdo un décreto inefable de la Junta Militar uruguaya en los años sesenta (esa década que las multinacionales del consumo quieren imponernos como los nuevos años dorados): por decreto se prohibían ocho palabras. No era posible pronunciar ni escribir las palabras tupamaro, revolucionario, célula, marxista, etcétera. De modo que cuando un comando tupamaro asaltaba un banco (porque la desaparición en el lenguaje no consiguió eliminarlos de la realidad), los ciudadanos probos y bien nacidos, respetuosos de las leyes y decretos, debían decir los sediciosos, única palabra aceptada, que pronto, gracias al ingenio popular, se transformó en los deliciosos. Eliminar una palabra (o sustituirla por un eufemismo) es una de las peores confesiones de impotencia o debilidad: en lugar de transformar los hechos, que son los que nos disgustan, operamos sobre el lenguaje, que no es más que su representación simbólica. Como si secretamente creyéramos en la identidad de la cosa y los sonidos destinados a expresarla. Pero un país que eliminara de su vocabulario la palabra frío, seguiría sintiéndolo.

Lo cierto es que los eufemismos nos quieren engañar, pretenden expresar una realidad menos conflictiva y dramática, más edulcorada, para una sociedad que no desee estremecerse y prefiere vivir en el paraíso de Disneylandia. De este modo, entre obreros y patronos no hay conflictos, sino contenciosos, los maridos que apalean a sias esposas sólo les infieren malos tratos, y cuando alguien no me paga es que carece de disponibilidad líquida. Los eufemismos van creando una suerte de suprarrealidad, un lago cristalizado donde no se reflejan los hechos, sino las imágenes que deseamos tener de ellos. Los policías son agentes del orden y los Gobiernos no suben el precio de los artículos de primera necesidad, sino que los incrementan.

Así, los eufemismos instalan un espejo almibarado, una sutil red de equívocos y deformaciones destinada a no inquietarnos, a disimular lás contradicciones y problemas.

Suprarrealidad que no consigue, empero, engañar a las víctimas, porque aquel que sufre un proceso respiratorio tiene, irremisiblemente, una neumonía, y cualquier día podremos sufrir de una larga y penosa enfermedad, o sea, un cáncer.

Aunque los eufemismos invaden todos los territorios, su preferido, hasta ahora, es el de las relaciones públicas internacionales: las posibles víctimas de una tercera y definitiva guerra (o sea: todos) nos enteramos de la voluntad de acuerdo de las potencias o de su deseo de encontrar una solución intermedia. Visto lo cual, la situación no resulta tan negra, sino, eufemísticamente, morena.

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