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El discurso del método

Juan Luis Cebrián

Una de las muchas cosas admirables de la democracia -un hombre, un voto- es que sirve para demostrarnos, por un lado, que la política no es una ciencia, aunque se estudie como tal, y por el otro, que la propia democracia, el gobierno del pueblo, significa lo contrario a la aristocracia, es decir, el gobierno de los mejores, o de los que tal se creen, por cuna o inteligencia. El ejercicio reciente del voto en el País Vasco ha deshecho, así, algunos mitos y enfatizado no pocos errores. Un importante embeleco destruido por las urnas es la suposición de que profesores de sociología y columnistas de periódicos pueden emplearse, sin esfuerzo ni demora, como estrategas políticos, pues, además de analizar lo que acontece, serían capaces de predecirlo o de condicionarlo con sus juicios. Algunos los han expresado con tanta rotundidad, cuando anunciaban un cambio histórico en Euskadi de manos de la alternancia, y ha sido tan evidente la ofuscación con que confundieron deseos y realidades, que hoy prefieren no apearse del machito, afirmando que, antes o después, triunfarán sus tesis, pues sólo han errado en el tiempo. Actitud ésta que recuerda muy mucho aquella famosa frase de Alfonso Guerra, cuando determinó, a raíz de una derrota electoral del PSOE, que el pueblo español se había equivocado. Equivocado o no, el pueblo vasco ha puesto de relieve que, efectivamente, se ha producido un cambio profundo en la dialéctica política de Euskadi, pero de signo contrario al que pretendían los agitadores al servicio de Mayor Oreja, y ahora se abre una nueva etapa que demuestra el fracaso de la estrategia de la confrontación, desarrollada por Aznar y compañía.

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Tantas veces he escrito y me he pronunciado contra los nacionalismos que nunca pude suponer me sentiría, en cierta medida, aliviado por un triunfo tan sonoro como el del PNV en las pasadas elecciones. Y esto, no porque concuerde con sus postulados, que no quiero ver progresar, sino porque, como tantos otros españoles, he contemplado con preocupación la batalla verbal -y no sólo verbal- que desde el nacionalismo español se había entablado contra el nacionalismo vasco, alimentando un espíritu casi de cruzada. Lo menos que puede decirse del resultado de las elecciones es que no es casual, sino fruto de una política, a todas luces errónea, diseñada e instrumentada directamente desde Moncloa y que contó no sólo con el beneplácito, sino con el aplauso ancilar del candidato socialista. Tan buen tino ha tenido éste que ha logrado perder para su partido un escaño, al tiempo que ha desdibujado su papel como eventual componedor del conflicto. Esa estrategia que hemos visto naufragar se inscribía en la configuración de un auténtico frente político que ha utilizado partidariamente a las víctimas del terrorismo -incluso a aquellas que, evidentemente, no endosaban para nada sus análisis- y en la satanización del PNV y sus principales dirigentes, a los que se ha llegado a acusar de cómplices de la escalada sangrienta de ETA. Muchos de los intelectuales, valiosos y honestos, arrastrados por la marea de esta campaña hacia las posiciones de Aznar, lo han hecho movidos por sólidas razones morales, preocupados por la discriminación que en la Universidad y otros sectores cívicos de Euskadi se produce contra los no nacionalistas, y por el clima de terror e inseguridad ciudadana creados por ETA y la kale borroka. La amenaza terrorista no se cierne sólo sobre ellos, sino sobre toda España, pero experimentan una sensación de desamparo y aislamiento social que no ha lugar en el resto de la Península. Sus sufrimientos demandan no únicamente solidaridad sino, más que nada, soluciones. Pero su razón moral no avala ni justifica su equivocación política, que comenzó por forzar, mediante todos los medios imaginables a su alcance, unas elecciones que los peneuvistas no querían. Aunque algunos busquen consuelo en el derrumbamiento de Euskal Herritarrok, el corolario de los votos ha sido bien opuesto al efecto buscado: más poder para los nacionalistas vascos, a los que prometían desalojar, y derrota de los partidos que, de manera abusiva, se habían presentado a los comicios como defensores exclusivos de la democracia, el Estatuto y la Constitución, para desgracia de muchos entusiastas de ésta que no concordaban con sus posiciones.

Semejante apropiación indebida de nuestra Carta Magna por parte del PP, que también ha querido adueñarse para él solo del espíritu de la Transición y hasta de la invención de la lengua castellana, nos habla muy mucho del verdadero talante de sus líderes. Acostumbrados al todo vale en la persecución del poder, no paran en barras, y terminaron por convertirse en el asombro de Occidente cuando declararon, con reiterada solemnidad, que PNV y ETA eran la misma cosa porque perseguían los mismos fines, cuando el más elemental manual de la democracia obliga a distinguir entre objetivos y medios. Según los arúspices de la segunda Transición, ensimismados en el recreamiento, a su modo, de las guerras entre carlistas y liberales, esa especie de alianza objetiva entre Arzalluz y los etarras respecto a las metas justificaba dejar fuera de la circulación democrática a los nacionalistas. Del dicho al hecho, el habitante de la Moncloa aplicó hasta el límite la política de acoso y derribo, que tan buenos resultados le diera con el PSOE, propiciando la expulsión del PNV de cualquier foro de diálogo, fueran la Internacional Democristiana o los despachos de sus líderes con el lehendakari, y practicando una especie de política de tierra quemada que ha dejado como un erial el campo que entre todos es preciso, ahora, cultivar. Sin embargo, es difícil admitir que la coincidencia en los fines de PNV y ETA -la independencia de Euskadi- permita por sí sola criminalizar al primero, entre otras cosas porque éste aboga por el separatismo desde prácticamente su fundación, hace más de cien años, y sus famosas dos almas -la autonomista y la soberanista- se resuelven en un solo impulso a la hora del voto. Pero, sobre todo, porque es en los métodos, y no en los fines, en lo que se distingue a un demócrata de otro que no lo es. Diferenciar entre métodos y fines pertenece al ideario básico de las democracias burguesas, por algo llamadas formales; cualquier olvido de tan simple regla esconde siempre una frustración autoritaria. Por lo demás, sería ridículo desconocer que las tendencias al separatismo de amplios sectores de la ciudadanía vasca constituyen un serio problema para toda la población, nacionalista o no, y es inadmisible sugerir que los españoles no vascos apenas tenemos nada que decir sobre eso. Pero hemos convivido con esta cuestión durante décadas, y es probable que lo sigamos haciendo antes de que la situación se decante por una solución no ambigua. Respecto al conflicto de fondo, probablemente lo mejor a que podemos aspirar unos y otros, en el corto plazo, es a ir tirando, clarificando, comprendiendo, conviviendo en medio de un panorama endiabladamente complejo, con lo que el famoso doble lenguaje peneuvista, del que a veces nos hemos quejado, quizá acabe convirtiéndose paradójicamente en una especie de bendición celestial. El fortalecimiento de las instituciones democráticas en Euskadi requiere flexibilidad en el diálogo, y rechaza cualquier numantinismo en los principios. Entretanto, el principal problema de la política española sigue siendo la delincuencia política de ETA y la destrucción del orden público por la kale borroka. Resolver ambas cosas compete, desde luego, al Gobierno de Vitoria pero también, y sobre todo, al de Madrid, por lo que parece urgente un cambio severo en la política antiterrorista inspirada por el PP, hábil en encabezar las lamentaciones de los que sufren y en divulgar culpas ajenas, pero menos en la prevención de los hechos y en la localización y detención de comandos. La instrumentación del caso GAL, y el de los fondos reservados, en su asalto al poder ha tenido indudables consecuencias en lo que se refiere al grado de eficacia de las diversas policías. Es urgente que los respectivos Gobiernos y los partidos políticos democráticos que los apoyan, entre los que todavía el PNV goza de mayor tradición y mejor pedigrí que los populares, lleguen a acuerdos concretos que permitan una más vigorosa actuación de jueces y fiscales, de las fuerzas de orden público y de los servicios de investigación. Al fin y al cabo, tras las elecciones del día 13, cualquiera sabe ya que la violencia política perjudica enormemente los sueños soberanistas del PNV, tanto como los benefició la tregua. El terrorismo es hoy una amenaza para todos los españoles sin distinción, al margen las ideologías de cada cual, y la primera asignatura de quienes nos gobiernan consiste en acabar con él. Para ello, es esencial recuperar la unidad entre los demócratas, cuya fractura en el pasado reciente constituyó un verdadero triunfo de ETA.

No es nada fácil la tarea que se avecina, ni la ha dejado cómoda el cúmulo de despropósitos, mentiras, acusaciones, insultos y arrogancias que, desde todo ámbito, se han vertido durante los días de la campaña. La ocasión merece un derroche de paciencia, de serenidad y de altura de miras, cualidades que no abundan hoy en la gobernación del Estado. De todas formas, Ibarretxe cuenta para emprenderla con un apoyo social impresionante, casi sin precedentes, en la Comunidad Autónoma vasca. Esperemos que administre su rotundo triunfo con mayor templanza que la mostrada por José María Aznar en sus iniciales reacciones después de la derrota. Pues, como dice Montaigne -en frase recordada, días pasados, por Carlos Fuentes- uno puede estar sentado todo lo alto que quiera o pueda imaginarse, pero nadie ha de sentarse nunca por encima de su propio culo.

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