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El tropiezo de +57 empuja al reguetón colombiano a debatir su responsabilidad

Los críticos de la canción de Karol G, J Balvin y otras estrellas colombianas les exigen reconectarse con los dramas sociales de Medellín, mientras otros acusadores buscan disciplinar moralmente a todo el género musical

Los artistas J Balvín, Blessed, Maluma, Ryan Castro, Ovi On The Drums, Feid y Karol G, durante la grabación de la canción +57.
Los artistas J Balvín, Blessed, Maluma, Ryan Castro, Ovi On The Drums, Feid y Karol G, durante la grabación de la canción +57.@jbalvin
Camila Osorio

Era el momento de los reguetoneros paisas, la colombia gang, los exitosos artistas de Medellín que han dicho que quieren ofrecer dentro y fuera de Colombia una nueva cara del país más allá de Pablo Escobar, de la violencia y de las drogas. Así que produjeron la canción +57, el código telefónico país, que saldría el sábado 7 de noviembre para perrear todo el fin de semana. Con las voces de Karol G, J Balvin, Feid, Maluma, Ryan Castro, Blessd, Dfzm y Ovy On The Drums, prometían un motivo de orgullo. Pero en la nueva canción, Medellín carga con un estereotipo muy parecido al de antes: una ciudad donde está disponible un amplio coctel de psicodélicos y alcohol—“exotic, pepa, guaro, Hpnotiq”—, y donde se acude al uso de las armas para resolver conflictos—”Si está muy loco, el fierro yo se lo monto”. Una canción nueva con viejos clichés que no pasó desapercibida.

+57 prendió un amplio debate en Colombia porque la protagonista de la fiesta, dice la canción, es “una mamacita desde los ‘fourteen’”, que se escapa de su casa para drogarse y prostituirse —”El sexo tiene código, plata mata bonito”. Colectivos feministas, bandas de rock y la directora del Instituto de Bienestar Familiar coincidieron en señalar que la canción sexualiza a las niñas. Y lo hace en una ciudad que sufre de un grave problema de explotación sexual de menores. Los artistas luego cambiaron la palabra ‘fourteen’ por ‘eighteen’, para que la mamacita fuera, ahora, adulta.

Otros acusadores fueron más allá. El presidente Gustavo Petro no se refirió a la canción sino al género. “¿La cultura juvenil de Colombia apuesta a la narcoanticultura o al arte liberador?”, fue su pregunta retórica. Una congresista escandalizada sugirió censurar algunas canciones de reguetón. Para ella, el problema no es una canción: la meta era disciplinar al género entero.

El pánico moral del reguetón

Luisa Fernanda Espinal, psicóloga de Medellín y quien cursa un doctorado sobre el reguetón, ve mucha hipocresía en este debate. Por un lado, concuerda con las críticas: “claro que hubo un error en la canción, aludir a la erotización de la infancia y de la adolescencia en un contexto muy problemático en Medellín, en el que esa sexualización ha llegado a su expresión más cruda”. Recuerda que hay antecedentes de canciones que generaron debates parecidos. En 2021, J Balvin se disculpó públicamente por el video de su canción Perra, señalado de racista y misógino porque aparecían dos mujeres negras encadenadas y con bozal. Hace un año, Feid fue duramente criticado por 50 palos, que habla de drogar a mujeres sin su consentimiento: ”Veneno en el fanny pack, pa’ hecharle a las gatitas en los tragos esta noche”.

Pero Espinal señala que, en el caso de +57, “este debate se amplió para criticar una ‘sexualidad vulgar’ en el reguetón. Ahí hay un sesgo clasista y racista”. El género se originó en las clases populares puertorriqueñas, y fue promovido por artistas afro. “He encontrado que la simplicidad lírica y explícita del reguetón facilita que las personas a las que les gusta perrear puedan conectarse con su cuerpo, interactuar con otros de manera erótica. Los que lo critican dicen que es un baile marginal para las mujeres, pero en la práctica no es así: las personas que lo bailan se reconocen como cuerpos eróticos momentáneamente”.

Mercedes Liska, científica social argentina y autora del libro Mi culo es mío: Mujeres que bailan como se les canta, celebra que los artistas hayan sido receptivos a la crítica y hayan cambiado la letra de +57. Sin embargo, añade, “hay sentidos ambiguos: por supuesto que hay rasgos de misoginia, señala a las mujeres que tienen una iniciativa sexual, que salen de los márgenes de la regulación del varón. En esta canción eso claramente les perturba a ellos—cantan ‘ese culito suyo es mío con sello y firma’—, pero la voz central es la de Karol G diciéndoles lo opuesto: ‘El culo es de ella’. En las canciones de reguetón hay un juego de posiciones, y si no se habla de esto se genera mucho pánico moral”.

La responsabilidad de cantar

Se dice que a los reguetoneros colombianos les cuesta leer la calle que los escucha: si los puertorriqueños se unen a las protestas contra la corrupción, y recientemente se aliaron contra los comentarios racistas de Donald Trump, los paisas no dijeron nada cuando la fuerza pública asesinó a jóvenes asesinados durante las protestas de 2019 y de 2021.

Sebastián Narváez, periodista musical bogotano, concuerda en que los artistas de+57 parecen desconectados de los problemas de una ciudad de la que hablan con orgullo: “Uno no graba una canción una vez, sino que la repite y la repite en el estudio de grabación. Ninguno se dio cuenta de lo que decían”. Eso no quiere decir que sea aceptable la censura legislativa del reguetón. “Hace unos años, el concejo de Cartagena debatió para prohibir la champeta [un género local, de origen popular], porque supuestamente dejaba a las niñas embarazadas. Hablar así es desconocer a los responsables del embarazo. A un género musical no se le puede endilgar todo”, añade.

La palabra clave en este debate es responsabilidad. En una editorial que publicó en su plataforma Sudakas, Narváez argumenta que “ser un modelo a seguir también implica cierta responsabilidad, responsabilidad que entre siete artistas que hacen parte de esa colaboración ninguno tuvo sobre el hecho de sexualizar niñas desde los 14″. En su disculpa pública por +57, Karol G se centró en la responsabilidad: “Ninguna de las cosas dichas en la canción tienen la dirección que le han dado, ni se dijo desde esa perspectiva, pero escucho, me hago responsable”.

Sebastián Chaves, periodista musical argentino, ha observado un fenómeno parecido en el sur del continente. “Es la crisis de la palabra la que está en juego, creer que todo el mundo puede decir lo que quiera sin pensar en las consecuencias”, dice. En Argentina se le pide a los artistas de música urbana ser más responsables sobre lo que cantan: del narcotráfico cuando aumenta la violencia que este genera; del consumo de lujo desaforado, cuando la mayoría de la población busca cómo pagar un mercado ante la hiperinflación.

Casi al mismo tiempo del debate de +57 en Colombia, la cantante de trap argentino Nicki Nicole salió a defender su canción Forty que la pinta como una gangster. “No te busca la CIA, Nicki Nicole, sos re cheta”, le dijo un influencer, señalando su privilegio de clase. “La gente no entiende las referencias”, respondió ella. “Muchos artistas se han acostumbrado a escribir cualquier cosa y que nadie les preste atención ni les cuestione. Pero hay algo cambiando poco a poco, hay más exigencia de parte del público”, concluye Chaves.

Tener letras socialmente responsables no implica la muerte del perreo. Cuando entró al debate, Petro citó como ejemplo a Residente, rapero que se hizo famoso con el reguetón Atrevete-te-te, que ha peleado públicamente con J Balvin, y que ahora se dedica más a la canción protesta. “Que te afecte lo político y lo social no significa que no puedas hablar de fiesta o cosas sexuales”, dijo el boricua a Chaves en 2019. “Todos tenemos el perreo adentro, y todos tenemos la política adentro”. Algo parecido quiso decir Karol G este jueves, cuando su Mañana Será Bonito ganó el Latin Grammy a mejor álbum de música urbana. “Acá hay música bonita, acá hay música pa’ aliviar, pa’ sanar, pa’ liberar (...) también hay perreo y hay reguetón”.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.
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