Casi cuarenta años
Reflexionar críticamente sobre la Transición no supone deslegitimarla ni rechazar su evidente eficacia. Sin embargo, algunos se toman a la tremenda cualquier análisis sobre ese periodo que no sea hagiográfico
A base de repetirlo una y otra vez, al final se convertirá en verdad aceptable y volveremos a enredarnos. Pero no hay caso: reflexionar críticamente sobre la Transición no equivale a deslegitimarla ni a rechazar su evidente eficacia histórica. Pero tampoco hay caso en lo que hace a la ruptura del orden democrático que impuso la conspiración golpista en julio de 1936 para corregir por las armas la victoria en las urnas del Frente Popular. Pese a que insistan Intereconomía y sus socios -fieles discípulos de la explicación franquista de la guerra como salvapatrias redentora del diablo comunista- la República seguirá siendo el precedente inmediato de nuestro sistema democrático, sin duda con políticos en activo peligrosos, pero fundamentalmente reventado por la alianza entre espadones militares y algunos políticos que se deslegitimaron como tales al animar a las armas: convirtieron el controlado desorden de 1935 y 1936 en desorden de sangre ingobernable e irreversible.
Deberíamos poder hablar de la Guerra Civil y el franquismo sin la cautela de los años setenta
¿Por qué algunas decisiones de la Transición que funcionaron entonces no pueden ser revisadas hoy?
Pero quizá importa más otra cosa menos obvia. Hasta hace cuatro días no hubo apenas discusión relevante sobre las condiciones limitadas, pactistas y razonables sobre las que se fue fraguando la Transición. De ese proceso salió, con recelosa desgana de los herederos del franquismo y con resignación inteligente de la oposición, un sistema de poder inequívocamente democrático que encontró su sanción simbólica en la mayoría absoluta socialista de octubre de 1982: los reales y legendarios 10 millones de votos que obtuvo Felipe González. En los últimos tiempos parece tambalearse esa certidumbre: interrogar esa etapa de otro modo, o añadir alguna pregunta esquinada, o reconsiderar alguno de los criterios y las renuncias asumidas entonces parece agredir o violentar la biografía política de quienes anduvieron implicados en mayor o menor grado en la Transición. Da la impresión de que regresar a esa etapa, como observador o analista, abre la espita de la suspicacia o incluso reabre alguna forma de conflicto generacional.
Pero quizá se confunden dos cosas, o una deriva de la otra. Cuando Santos Juliá identificó hace unos días la argentinización de nuestra Transición lo hizo para oponerse a ella, y creo que con toda la razón. Según él, el sentido de la conciliación como eje clave de la Transición "está a punto de ser arrojado al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco". Sospecha una contaminación de modelos explicativos (y de reivindicaciones judiciales) entre lo que fue la Transición española y lo que fue la salida democrática de un régimen menos cruento, más corto, mucho más reciente y sin totalitarismos ni guerras mundiales en el horizonte (Argentina). Ese espíritu de la Transición hoy es menos unitario y algunos intelectuales o activistas políticos de verbo encendido parecen propiciar una reapertura del caso (el caso es la Transición) con tufo revanchista demasiadas veces y resonancias muy explícitas de venganza. Es un enfoque desequilibrante además de injusto porque ya solo puede imputar a cadáveres, pero además parece encontrar en esa ira vengadora contra el pasado reciente y remoto el combustible ideológico que no obtiene por otras vías.
Pero el asunto clave vuelve a estar en otro ángulo del problema. Lo que no puede derivarse de esa amenaza de argentinización es un cierre de filas o un repliegue hacia la versión establecida de la Transición sino todo lo contrario: alimentar la libertad de decir con franqueza y transparencia lo que durante la primera Transición hubo que decir con cuidado y cautela. No cabe regateo alguno ahora ni caben aquellas aconsejables cautelas. La verdad se puede decir entera, para que quienes lean una y otra vez que el origen de todos los males está en la Segunda República -como algunos repiten por tierra, mar y aire- sepan que eso es mentira y que el origen del mal está en el golpe de Estado ilegítimo y condenable sin reservas que urdió una coalición de fuerzas de derechas, fascistas y católicas. Y el franquismo fue durante casi 40 años su crudelísima y nefasta consecuencia (sin paliativos).
Pero hay otra secuela indeseable. Y es que, igual que aquel pasado hay que contarlo sin disfraces por pura pedagogía cívica, hay que empezar a hacer lo mismo con la Transición, y no cabe regateo alguno de legitimidad ante los análisis críticos sobre ella en aras del blindaje indefinido de sus acuerdos o en aras de la protección actual de la paz civil. Los historiadores seguimos obligados a repensarla, y de nuevo sin la menor reserva en las preguntas ni en las respuestas, tanto si dañan la imagen de las cesiones que se hicieron como si dañan nuestro amor propio colectivo por saber que algunas decisiones de entonces pueden ser revisadas hoy, o pueden ser contadas con la misma crudeza que nadie duda en emplear cuando habla de la guerra o el franquismo.
La resistencia a revisarla carece de sentido porque incumple el deber de toda democracia, que es mutar para seguir fundamentalmente igual; es decir, preservar los mismos valores que entonces preservó pero de acuerdo con lo que es la sociedad española casi cuarenta años más tarde: estabilidad burguesa, protección jurídica, búsqueda de la paz social, deslegitimación de la violencia, respeto político a los nacionalismos y, en fin, la noción conciliadora y no revanchista como bajo continuo que la democracia aplicó con respecto a los franquistas adaptados o no adaptados. Que entonces la izquierda lo hiciese por la fuerza de las cosas y por tacticismo más que por convicción y fraternidad no le quita mérito sino todo lo contrario: significa precisamente que lo hizo bien porque puso por delante el bien común y político antes que la razón ideológica de parte (de parte derrotada). Cada nuevo asedio a la complejidad de la Transición no puede estar atenazado por si rompe o no con el relato actual ni desde luego debe entenderse como una forma de deslegitimación solapada. Volver a preguntar y releer un pasado fundamentalmente bien hecho es la misma operación que entre todos hemos hecho con el pasado fundamentalmente mal hecho que fue el franquismo.
Pero hoy podemos hacer además el análisis de las consecuencias políticas de aquella inteligente estrategia. Quienes no nos sentimos hipotecados por la Transición, sino beneficiarios objetivos de ella -tan nietos de la guerra como hijos de la Transición: titulé un libro mío sobre las letras de la democracia precisamente Hijos de la razón- nos permitimos contar hoy la guerra y el franquismo como fue, por supuesto, pero también debemos preguntar por la Transición sin que en la pregunta vaya la tentación de deslegitimar el proceso. Pero sí considerar algunos de sus efectos en el presente: por ejemplo, la densísima dificultad de la derecha actual para condenar aquel golpe y el franquismo mismo, o la excesiva timidez con la que una parte de la derecha española se ha hecho cargo de su pasado familiar, social y político vinculado al franquismo (y de ahí las salidas de pata de banco de varios de sus dirigentes actuales, terriblemente destructivas de la fiabilidad de su condena de la dictadura). O por ejemplo, la tardía restitución del derecho de las víctimas todavía no identificadas para quien desee hacerlo, o, por ejemplo, la hipoteca católica que pesa sobre un Estado teóricamente laico. O la conjetura sobre si convendría revisar algunos artículos de la Constitución de 1978 tantos años después, o la ley de partidos y su financiación, o si haberse quedado al borde de una estructura federal con el Estado de las autonomías sigue siendo la mejor de las opciones (que entonces sí fue).
Una democracia de casi 40 años está entrenada para contar su pasado con la crudeza necesaria y fundamentalmente lenitiva, y está entrenada también para que no la pongan en jaque estas o aquellas radicalidades, y lo está también para no temer que cada mácula posible en la construcción de su origen la debilite o la desbarate: las tres cosas la robustecen.
Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. Su último libro es A la intemperie. Exilio y cultura en España (Anagrama).
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