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Sobre la crisis y el rechazo del otro

En una crisis aumenta el peligro de las mareas populistas. El primer elemento que sostiene ese peligro es, por supuesto, la propia crisis; y con ella, la amenaza -o, para ser más exactos, la percepción de la amenaza- del declive. Esta es, desde luego, una visión europea. Porque, desde China, India o Brasil, la crisis está muy lejos. Las estadísticas del segundo trimestre sugieren que la economía china puede superar en 2010 a la de Japón; y qué decir de India, que crece a un ritmo acelerado y donde el incremento de la mano de obra en los 20 próximos años (contando con la incorporación de las mujeres, además del crecimiento demográfico) será equivalente a lo que representa hoy el conjunto de la mano de obra norteamericana. Es decir, todos estos países viven orientados hacia la expansión, el progreso, el desarrollo.

La beligerancia contra el diferente marca las políticas actuales de Estados Unidos y Europa

Por el contrario, desde Europa, lo que más impresiona es claramente el nivel del desempleo y el pesimismo que lo acompaña. Aunque la Unión Europea haya superado hace poco el listón de los 500 millones de habitantes y su economía incluso pueda llegar a ser la primera del mundo, sus perspectivas de crecimiento no pueden ser más mediocres. Salvo en el caso de Alemania, la recuperación está siendo lenta y, sobre todo, da la impresión de que el paro ha vuelto a instalarse para un periodo indefinido en unos niveles que por fuerza deben tener consecuencias sociales y políticas. Estados Unidos, por paradójico que resulte, está más cerca de una percepción europea, mientras persistan las incertidumbres sobre el crecimiento y sobre cómo va a ser posible estimularlo en los años venideros; sobre todo, con la aparición de un fenómeno insólito en el país americano: un desempleo de dos dígitos.

La situación estadounidense y la europea tienen otras dos características comunes: la impopularidad de los dirigentes y el ascenso del populismo y la demagogia. La impopularidad afecta a todo el mundo: Barack Obama no cuenta ya más que con el apoyo, sobre todo, de los afroamericanos y, en menor medida, los hispanos. Angela Merkel, pese a los excelentes resultados alemanes, tiene el nivel de popularidad más bajo de los conservadores desde hace 30 años. Nicolas Sarkozy está en situación de mínimos. Incluso el inamovible Silvio Berlusconi se encuentra ya en minoría. Y José Luis Rodríguez Zapatero sufre el mismo trato que la mayoría de los demás gobernantes.

Rechazo a los dirigentes, pues, pero también rechazo al otro. Si lo primero es una cosa inevitable en una democracia, lo segundo siempre es peligroso. El ejemplo procede de Estados Unidos, donde algunos cargos electos republicanos han declarado la guerra a la 14ª enmienda de la Constitución, la que establece el ius soli y concede la nacionalidad estadounidense a toda persona nacida en territorio de Estados Unidos. Es una revisión inédita y brutal que muestra la radicalización de una buena parte de la opinión pública y la derecha de ese país.

En este mismo apartado es preciso incluir la desastrosa evolución del propio Partido Republicano, que, además de sus diatribas contra Obama, ha renunciado a buscar el respaldo de los estadounidenses de religión musulmana (el 1% de la población) y ha decidido utilizar la denuncia del islam como instrumento para recuperar popularidad; así lo demuestra la campaña lanzada contra la construcción de una mezquita y un centro religioso en Nueva York, cerca del solar de las Torres Gemelas. Es sabido que entre las derechas existe una permeabilidad total, de modo que podemos temer que se produzca un contagio a las derechas europeas, que no lo necesitan, a juzgar por su reciente evolución.

Porque en Europa también está adquiriendo una intensidad peligrosa la cuestión de la nacionalidad y las nacionalidades. Un terreno minado donde los haya. Y en este sentido, por desgracia, el campeón de este movimiento no es sino Nicolas Sarkozy, que ya no tiene nada que envidiar a la tristemente célebre Liga del Norte italiana. En efecto, acaba de emprender una campaña contra los gitanos y la "población itinerante", a los que tiene intención de expulsar cuando estén en campamentos clandestinos (la mayoría), al tiempo que ha decidido relanzar una campaña en la que relaciona inmigración e inseguridad.

En otros países, la cuestión de las nacionalidades está adquiriendo visos alarmantes: Rumania y Hungría otorgan la ciudadanía europea a poblaciones rumanas y húngaras que viven en países que no son miembros de la Unión Europea; los estonios de origen ruso reciben un extraño pasaporte en el que figura escrito que son extranjeros, pese a que han nacido en Estonia.

En resumen, señales de crispación por todas partes y, lo que es más grave, señales de explotación política de esa crispación, tanto si se trata de una explotación política procedente de movimientos de extrema derecha como, peor aún, de los poderes "republicanos", que es lo que algunos anuncios presidenciales hacen temer en Francia. Para no hablar de la histeria antifrancófona que se ha apoderado de la extrema derecha flamenca en Bélgica, ni de la persistencia de las actitudes contra los inmigrantes en Italia. Estos son problemas que deben movilizar a quienes, en Europa, deseen hacer prevalecer el espíritu de tolerancia y apertura consustancial a la construcción europea.

Jean-Marie Colombani es periodista, ex director de Le Monde. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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