Nuestro conflictivo siglo XX
Santos Juliá acaba de publicar un libro inteligente, polémico y de gran valor cívico. Se comprende que haya recibido tantos y tan iracundos ataques de los maniqueos que no aceptan la complejidad del pasado
Para describir el mundo académico no hay metáfora más engañosa que la de la torre de marfil. Porque debates aparentemente teóricos entrañan con frecuencia riesgos muy reales. Esto lo han sabido de sobra, por ejemplo, en la España de los últimos 30 años, quienes intentaban plantear en términos racionales el tema del nacionalismo ante ambientes nacionalistas; sus palabras podían terminar en amenazas físicas, rupturas de viejas amistades u ostracismo. La tensión, últimamente, se concentra alrededor de la llamada "memoria histórica". Escribir sobre la República, la Guerra Civil, el franquismo o la Transición, es algo que uno no debe hacer sin palparse antes la ropa. Porque puede muy bien ocurrir que termine siendo declarado traidor a alguna causa sagrada.
Ni la República fue prematura ni su fracaso estaba escrito ni la Guerra Civil era inevitable
En la Transición hubo muchos pactos, pero no "de silencio", otro tópico que Juliá rebate
Viene todo esto al caso del libro recién publicado Hoy no es ayer, firmado por Santos Juliá. Como dice su subtítulo, es un conjunto de ensayos sobre la España del siglo XX. Pero no es, como uno sospecharía de una recopilación de este tipo, una amalgama de escritos dispersos, escasamente relacionados entre sí. Por el contrario, lo que destaca en el volumen es su coherencia. Hay una tesis central, compleja, que recorre todas sus páginas y que cada uno de los artículos reformula y desarrolla con notable concordancia con el anterior.
Intentaré resumir la interpretación que Juliá ofrece sobre la España del siglo XX, aun sabiendo que sintetizarla en unas líneas es traicionarla. Sobre sus tres primeras décadas, la tesis inicial -poco novedosa para quienes hayan seguido a los historiadores económicos recientes, pero sí para quienes sigan alimentándose de lo que escribieron los cultivadores del género "problema de España"- es que entre el 98 y la República el país experimentó un fuerte crecimiento económico y enormes cambios sociales y culturales. Los datos sobre demografía, industrialización, alfabetización, urbanización, secularización o incorporación de la mujer al mundo laboral son espectaculares; un solo ejemplo: la población activa en el sector primario pasó de un 70% en 1900 a un 45% en 1930 (pese a lo cual, el producto agrario casi se duplicó); en una generación, la economía española dejó de ser abrumadoramente agraria.
Este dinamismo económico y cultural contrastó con la rigidez de las estructuras políticas, pues el parlamentarismo restrictivo y falseado heredado del XIX se resistió a evolucionar. De ahí los conflictos, agravados por la desgraciada intervención de Primo de Rivera -y Alfonso XIII- en 1923 y culminados en la Guerra Civil. Conflictos que no se debieron a la miseria, el atraso, la ignorancia y la opresión propios de una sociedad arcaica, como tantas veces hemos oído, sino al desfase entre una España urbana, laica y moderna y un sistema político pensado para un mundo rural regido por caciques y párrocos. La República, pues, no llegó antes de tiempo, o a un país "inmaduro", tópico que Juliá desmiente. Se adecuaba perfectamente a esa España urbana y vanguardista (la de Lorca, Dalí y Buñuel, para entendernos) que puede, eso sí, que despreciara más de la cuenta la fuerza que aún tenía el mundo provinciano ajeno a los cambios y temeroso ante ellos.
Si, para el autor, la República no fue prematura, se entiende que tampoco esté de acuerdo con que su fracaso estaba escrito y que la Guerra Civil era inevitable. Ni aquella España era tan subdesarrollada e inculta como se nos ha dicho ni es necesariamente imposible la convivencia democrática en una sociedad de ese tipo; creerlo así es un determinismo socioeconómico tan insostenible como su paralelo, el de los desarrollistas, para quienes, a partir de un determinado nivel de renta y cierto grosor de las clases medias, la democracia emerge de forma automática. No. Juliá arguye que el triste final de la República se debió a problemas institucionales (la Ley Electoral, por ejemplo, que fomentó la fragmentación -peor que la polarización-) y a rivalidades y errores políticos cuyos autores tienen nombres y apellidos. Como los tienen los responsables directos de la Guerra Civil, que fueron quienes planearon y ejecutaron el golpe militar de 1936, fracasado en principio y convertido en larga guerra tras el paso del Estrecho por las tropas coloniales y el funesto reparto de armas a los radicalizados sindicatos -al "pueblo"- por parte del Gobierno.
La obra se detiene en cada uno de estos problemas con detalle, como discute a continuación otros temas de similar interés y complejidad, que aquí solo cabe enunciar telegráficamente: la naturaleza de la Guerra Civil (lucha de clases, guerra de religión, choque de nacionalismos); su presentación propagandística, por uno y otro lado, como guerra nacional contra la invasión extranjera; la definición del régimen resultante (¿fascismo o simple dictadura clerical-militar?); y la represión de posguerra, acompañada de recatolización, autarquía económica y aislamiento del exterior.
El interés no decae, sino que aumenta, a medida que el relato se acerca a nuestros días. Porque pasa a los cambios de los años cincuenta (no sólo los sesenta) y la aparición de una nueva generación que no había vivido la Guerra y decidió superarla, para lo que empezó por redefinirla como lucha fratricida. Surgieron así los primeros conflictos políticos con los que se enfrentó el régimen, desde el 56 al 62, y los movimientos estudiantiles o vecinales de los sesenta, producto también del desarrollo más que de la miseria. Juliá discute a partir de ahí los proyectos de apertura o reforma del régimen, manteniendo que su intención última era perpetuar el sistema y no, como han pretendido luego sus protagonistas, establecer una democracia. Analiza las propuestas de los grupos de la oposición, del exilio e interior, y su evolución desde una inicial exigencia de restablecimiento de la legalidad republicana hasta una transición (término cuyo origen remonta a la Guerra) basada en un restablecimiento de libertades democráticas y una convocatoria electoral con fines constituyentes.
El análisis de la Transición cubre tanto los pactos entre élites políticas como las movilizaciones que hicieron imparable el proceso. Pues no era una sociedad despolitizada, sino muy viva, como demuestran grupos, cenas, reuniones, asambleas, juntas, huelgas, protestas universitarias, acción vecinal, juicios ante el TOP, manifiestos, atentados, cargas policiales o crisis de Gobierno. A todo ello, el régimen respondió con las tímidas promesas y el fracaso final de Arias Navarro, que unió a la oposición. Llegó entonces la oportunidad para aquel ex secretario general del Movimiento con quien nadie contaba y que resultó más listo de lo esperado. Este negoció, primero entre los bastidores del régimen, donde consiguió vender su Ley de Reforma Política, y luego con la oposición. Al ver el proceso imparable, el búnker respondió con las muertes de los primeros meses del 77. Y solo logró acelerarlo, pues el entierro de los laboralistas de Atocha llevó a la audaz legalización del PCE, que hizo posibles las elecciones. Tras ellas, los pactos se sucedieron: una amnistía, propuesta y defendida por la izquierda; unos Pactos de la Moncloa que permitieron embridar la economía; unas autonomías; y una Constitución.
Pactos, muchos, pero no "de silencio", otro tópico que Juliá rebate. Hubo amnistía, pero precisamente porque se recordaba demasiado bien aquel pasado sucio y se decidió "echarlo al olvido", no utilizarlo políticamente, aceptando la responsabilidad de todos. Sobre Guerra Civil y franquismo hubo, a lo largo de aquellos años, libros académicos y de divulgación, memorias, artículos, coloquios, películas, novelas, exposiciones; hubo exhumaciones de fosas, difundidas en revistas de gran tirada. Y ahora, sin embargo, hay autores que proclaman ser los primeros en hablar de estos temas, que eran desconocidos para los españoles porque estaba prohibido investigar o publicar sobre ellos. Al revés. Todos los recordaban, se referían a ellos sin parar. Pero como modelo negativo.
En fin, un libro inteligente y polémico, a cargo del mejor conocedor del siglo XX español. Y una propuesta, además, sensata y constructiva, que puede ayudar a dar legitimidad y consolidar la democracia actual. Se comprende que haya recibido tantos y tan iracundos ataques, por parte de unos y otros; de todos los que no aceptan la complejidad del pasado y siguen empeñados en relatos maniqueos, en películas de buenos y malos. Santos Juliá demuestra tener no solo profesionalidad, inteligencia y capacidad de matización, sino también un gran valor cívico.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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