Vida de Juan
A mi izquierda, un crío de unos diez años, menudo, serio, el mayor de una familia ya numerosa que está situada unos asientos más atrás. Le pregunto si le pido algo de beber, le ofrezco un clínex porque no para de sorberse los mocos, pero no quiere nada. No insisto. Si a pesar de su origen mexicano se ha educado en Estados Unidos ya habrá aprendido que con los desconocidos no se habla. Al poco, se queda dormido, y olvidado ya de sus reservas, se me recuesta en el brazo como si fuera el brazo de su madre. A mi derecha, un hombre de edad indefinible; su rostro posee la textura acartonada de quien se ha pasado la vida trabajando a la intemperie y seguramente parece mayor de lo que es. Mientras el niño duerme, los adultos comemos un pollo con sabor a pescado. Él, con determinación, educado para acabar lo que tiene en el plato. Yo, con escrúpulo. Estamos entregados a una película insustancial, Come, reza, ama, que irrita por sus pretensiones de parábola espiritual. Una mujer bella y exitosa (Julia Roberts), harta de una vida vacía, o sea, llena de cosas -dinero, éxito, y casoplón-, decide viajar al otro lado del mundo para descubrir lo que al parecer no encuentra en su ciudad: comida, paz y un tío bueno. Pero, por encima de todo, lo que ella trata es de encontrarse a sí misma. Esa búsqueda, a juzgar por los destinos, Italia, India, Bali, sale por un ojo de la cara. No importa. La búsqueda de uno mismo se ha convertido en el reto de gente adinerada que durante un tiempo se viste de hippie, se rodea de pobres, visita a un chamán, y prueba el bocado más suculento, la vida de los humildes, para luego volverse a casa fortalecido y aliviado de reencontrarse con lo que posee. No tengo nada en contra de las películas sobre ricos, pero no me cabe duda de que aquel amor y lujo de los viejos musicales que alegraron la miseria de los años treinta y cuarenta eran más inocentes que esta especie de espiritualidad de alto standing. Ahora mismo, me quitaría los auriculares y le preguntaría a este hombre de aspecto noble y humilde: "¿Cree usted que hace falta irse a Bali a meditar cuando se tiene todo?". Como si me hubiera leído el pensamiento va respondiéndome en el último tramo de nuestro viaje a mi pregunta. Nuestra conversación comienza porque Juan, así se llama, me pide que le rellene los papeles de inmigración. Me entero de algunos datos sucintos de su vida: mexicano, 53 años, casado, padre de tres hijos. Esos datos se llenan de contenido y color con nuestra conversación. Juan viaja a Homes, localidad al norte de Nueva York. No lleva equipaje porque quiere volverse a su pueblo en dos días; el viaje tiene como único fin firmar los papeles que le conceden la ciudadanía americana. Juan trabaja la mitad del año en Homes como jardinero. Vive en una habitación pero no necesita más. No gasta y casi no habla, porque su inglés es muy torpe. El dinero que gana lo manda a casa. Cuando se acaba la temporada de trabajo vuelve con la familia. Viven fundamentalmente del campo y de un peculiar desayuno que preparan todas las mañanas en el corral, "leche calentita", consistente en alcohol, chocolate, azúcar y leche que cae directamente en el vaso desde la ubre de la vaca. El alcohol ayuda a matar cualquier posible bacteria y entona a las más de trescientas personas que van pasando, sin tregua, de camino al trabajo. Desde que recibió la noticia de la ciudadanía Juan está lleno de dudas: por un lado, piensa que sus hijos tienen más futuro en Estados Unidos; por otro, vive mejor en su pueblo, donde el frío no le corta la cara y puede hablar con sus paisanos. En Homes, Juan se encuentra demasiado consigo mismo; en su tierra, se encuentra con los demás, una aspiración de las personas humildes. Juan mira con preocupación la declaración de aduanas y me pide que escriba que lleva dos quesos. Yo le aconsejo que no los declare, pero él insiste, póngalo, póngalo: no quiero meterme en líos por una mentira. El sabor del queso de sus vacas le hará sentirse más cerca de casa. Cada cual tiene en la vida su magdalena. Cuando aterrizamos, el niño despierta y se separa de mí avergonzado. Por su parte, Juan se empeña en bajarme el equipaje del maletero. En sus manos rudas, como esculpidas en una madera aún no sometida a la lija, parece no pesar nada. Solo el Cristo que lleva colgado del pecho da un bote con el esfuerzo. Mientras nos encaminamos hacia el control policial siento que todas las preguntas están respondidas. Voy al lado de un hombre que come. No puede no comer aquel que trabaja de sol a sol. Es un hombre que reza o habla con un Dios al que imagino que pide cosas concretas o al que invoca en horas de soledad. ¿Y ama? No puede no amar alguien que se aleja de los suyos para proporcionarles un futuro mejor, alguien que pasa seis meses al año encontrándose cada mañana a sí mismo, solo a sí mismo, que es lo peor que le puede pasar a alguien que no ha sido atrapado por las garras del narcisismo. El narcisismo. Estaría tentada a decir que es "el mal de nuestro tiempo", pero acabo de leer que en Estados Unidos acaban de eliminarlo como trastorno mental. Es tan común que ha dejado de ser una rareza. Le veo pasar el control y respiro aliviada. No le han incautado los quesos.
Juan, en Homes (EE UU), se encuentra consigo mismo; en su tierra, México, se encuentra con los demás
El narcisismo ya no es considerado en EE UU un trastorno mental. Es tan común que ha dejado de ser una rareza
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