Pepín Vidal o el laberinto de la utopía libertaria
Desde los años sesenta del pasado siglo, y ya son tiempos lejanos, tuve relación de amistad, estrecha e ininterrumpida, con Pepín Vidal, personaje irrepetible y difícilmente clasificable de nuestra historia cultural y política contemporáneas. Personalidad múltiple, singular y exuberante, como hombre de acción y de pensamiento: "Una de las personas más inteligentes y mejor preparadas de su generación", como lo definió Enrique Tierno Galván.
Conocí a Pepín en aquella década convulsa e ilusionante -o, tal vez, antes- en nuestro despacho madrileño y barojiano de Marqués de Cubas, en donde la animación transgresora y la utopía socialista asentaban sus reales. La utopía, entonces, era una Europa en parte mitificada pero necesaria. Y la transgresión conspiratoria constituía el instrumento político para establecer una convivencia libre y democrática entre los españoles. Desde aquellos años cincuenta / sesenta mantuve con Pepín Vidal un enlace personal constante. A veces, con discrepancias ideológicas, que no alteraban la amistad y el común afecto, sobre todo el afecto. Pepín, en este sentido, y la prueba es la diversidad de amistades que frecuentó, tenía, es cierto, mucho de Avinareta, pero bastante de Bradomín: un sentimental levantino irrecuperable, con conciencia de serlo.
Vidal Beneyto entendía Europa como referente para alcanzar la democracia en España
Entró en la política como ejercicio intelectual, como praxis compulsiva
Las décadas sucesivas cubrirán aventuras políticas e intelectuales comunes: "contubernios" europeístas, CEISAS ácratas, juntas democráticas rupturistas, campañas electorales ya en democracia, coloquios y foros en el viejo y en el nuevo mundo. Y en tiempos de más sosiego -"digo, es un decir", porque sosiego Pepín nunca tuvo, como en París-UNESCO y en Estrasburgo-Consejo de Europa- recurrentes discusiones sobre la transición que entendía como "ocasión perdida", con nuevos proyectos críticos para los cambios sociales y culturales.
La singularidad excepcional de Pepín, combinando análisis, compromiso, acción intelectuales, fue constante durante toda su vida. Reunía, así, en su personalidad múltiples facetas, unidas por un entusiasmo poco común y una capacidad de trabajo desbordante. Entre los intelectuales políticos de nuestra cotidianeidad, Pepín destacaba como único: por su independencia crítica, por su lúcida imaginación, por su conocimiento de lenguas y culturas, por su habilidad gestora y comunicativa, por su talante diplomático de unir contrarios.
Entre otras cosas, Pepín decidió ser un adolescente entusiasta y perpetuo, designio que cumplió durante décadas, hasta su muerte. Para Pepín, los tiempos no tenían finitud: lecturas, escritos, conspiraciones, iniciativas, coloquios. Todo lo relacionaba sin descanso: viajero compulsivo: ¿quién, como él, podía desayunar en París, almorzar en Londres y cenar en Roma, todo conreuniones y conferencias? Pero, también, publicaba ensayos y artículos contestatarios y conversaba infatigablemente.
El enigma-Pepín radica en un laberinto interior, en el cual conviven pensamiento y acción. Alfonso Ortí, colega suyo más o menos en el campo de la sociología crítica, da algunas pistas para entenderlo, tal vez por esconder afecto y acentuar diferencias algo incisivas. En todo caso, para mí, tiene más importancia el recuerdo que hace Alfonso de unas sutiles y astutas proposiciones doctrinales de König sobre la actitud ante el mundo, retomando y ampliando a Marx y Fuerbach: interpretarlo, transformarlo o administrarlo.
La clave, a mi juicio, es que Pepín, inserto en su laberinto totalizador, quería hacer las tres cosas y a la vez. Es decir, en su laberinto se encerraba una aporía: análisis de la realidad, voluntad de cambio y gestión pragmática conducían, inexorablemente, al camino de una utopía libertaria que era lo que, en el fondo, sentía y propugnaba.
En su primera adolescencia, Pepín fue algo así como secretario personal de monseñor Escrivá. Dejó el Opus Dei, todavía estudiante de Derecho, sencillamente, como dirá, "porque perdí la fe". Pero -sentimental siempre- mantendrá un afecto especial por el citado fundador, más tarde marqués y santo. Pierde una fe religiosa y encuentra otra secularizada: Europa y la vida intelectual europea (París, Cambridge, Francfort, Heidelberg). Junto a la formación cultural, Pepín se encuentra con la política, que ya nunca abandonará: la política como ejercicio intelectual y como praxis compulsiva. Y dentro de la política, como hombre de la izquierda progresista, entender Europa como centro interpretador para alcanzar la democracia en España.
A finales de los años cincuenta Pepín conoció, entre otras personas europeas y españolas del exilio, a una figura clave para su actuación pública. Me refiero a Enrique Gironella; como, posteriormente, al fraterno Edgar Morín, con quien mantuvo una amistad personal e intelectual permanentes. El arrollador dúo dinámico (Pepín / Gironella) fueron quienes, fundamentalmente, organizaron en 1962 el Congreso Europeo de Munich, que el franquismo temeroso bautizó como "contubernio antipatriótico". Lo idearon y lo pusieron en práctica, dentro del marco de la gauche européenne, con el gran apoyo institucional de Robert van Schendel (Movimiento Europeo) y Fernando Álvarez de Miranda y los amigos de la AECE.
Plantearon algo difícil para aquellos tiempos de oscurantismo y de guerracivilismo: que españoles, vencedores y vencidos, del interior y del exilio, se dieran la mano y coincidieran en un punto de partida común: Europa y sus libertades e instituciones democráticas. No conseguiría Pepín, aunque lo intentó, que los comunistas fueran invitados, pero aquello fue ya un paso grande: el horizonte utópico a veces lleva a concesiones pragmáticas.
Importante fue también la participación de Pepín Vidal en la creación y, sobre todo, extensión de las Juntas Democráticas de España, como organismo antifranquista de unidad en 1974. En cierto modo, aunque los escenarios eran distintos, ahora con un franquismo en descomposición, Pepín abogaba por aplicar el previo esquema de Munich, en el sentido de que el dispositivo unitario fuese no sólo entre partidos, sino también de sectores diversos de la sociedad civil, más los datos de la movilización popular (PCE e izquierda) y profesionales. Su activismo fue total: Santiago Carrillo lo definiría como el ministro de Asuntos Exteriores de la Junta.
La Junta Democrática, que propugnaba la ruptura, no conseguiría en principio su objetivo finalista, y la reforma -después de unirse con la Plataforma- se irá imponiendo. Sin embargo, con esta unión, que en la Junta provocó discusiones, con valiosos argumentos a favor y en contra, habiendo iniciado la Junta este revulsivo, ayudó a que la transición pacífica fuera posible. Para Pepín y otros amigos, fue una "ocasión perdida". En este viejo tema, Pepín y yo discrepábamos y, durante años, será un asunto a recordar y volver a polemizar.
Ya en la democracia emergente, ante las elecciones de 1977, Pepín, como independiente, pero dentro de nuestro partido (el PSP, de Tierno), aceptó ser la cabeza de lista por Alicante. Hizo una campaña brillante, recorriendo incansable muchas poblaciones, descubriéndose como un formidable orador en los mítines, y siempre didáctico y agresivo. Recuerdo una divertida iniciativa suya con un obispo de aquel lugar que lo emplazó a un debate público, situando en el escenario dos sillas y que, naturalmente, el obispo no apareció. Hubiese sido Pepín un excelente diputado, frontal y riguroso, aunque creo que la función parlamentaria no sería de su agrado, incluso, tal vez, le hubiese aburrido, y en esto hubiese seguido la tradición de muchos de nuestros grandes intelectuales que intervinieron en la política.
Después de sus posteriores etapas vitales, en el Consejo de Europa y en la Unesco, en donde realizará una actividad europeísta y cultural global, Pepín, asentado firmemente en París, con Cecile, su ángel de la guarda permanente, continuará con su trabajo intelectual crítico y viajero, llevando a cuestas su utopía libertaria con nuevos objetivos.
Aunque no era cierto, me decía, astutamente, que yo ejercía influencia sobre él. Y, en efecto, nunca conseguí -como tampoco otros amigos- tres cosas que le reiteraba: que escribiera sus memorias, que viajara menos y que cuidase su salud. Las memorias de Pepín hubieran quedado como uno de los documentos más interesantes de nuestra última mitad del siglo XX. Pocos como él conocieron y trataron a tantas y diversas personalidades españolas, europeas y americanas del ámbito cultural y político.
Mi última conversación con Pepín fue ya ingresado él hace unos días, por teléfono, y con Cecile y su hija Vera (ahijada mía) a su lado. Me oyó, pero ya no podía hablar: ¡Pepín sin hablar! la única vez que me ocurrió en la vida. Le prometí que Cristina y yo les veríamos en mayo, en París, y que ya recuperado, almorzaríamos familiarmente y que charlaríamos sobre sus nuevos proyectos.
No en París, sino en Carcaixent, tierra natal que amaba, pude expresar mi condolencia a toda su familia, con funeral católico y despedida laica, junto con viejos amigos, oyendo poemas leídos por sus hijos y la voz siempre rebelde de Paco Ibáñez y darle al libertario Pepín un último adiós, que fue también un adiós a su utopía.
Raúl Morodo, abogado y catedrático, fue embajador de España en París-UNESCO, Lisboa y Caracas.
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