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Cansalmas

Por si lo ignoran, en Navarra se dice cansalmas de la persona que, tozuda y machaconamente, a intervalos regulares y de modo monótono, sin ningún respeto por nuestro interés o estado de ánimo, nos repite hasta la hartura un mismo relato o nos comunica idénticos propósitos e invariables esperanzas. Es verdad que tanto nos puede abrumar el pesimista como el optimista, con tal de que sean igual de implacables, pero colgamos ese sambenito más del que no para de contarnos sus quejas que de quien nos recuenta sus dichas. Pesar, pesadez y pesadumbre vienen de peso, de suerte que lo propio del cansalmas es agobiarnos con el fardo que nos echa encima.Su eterna salmodia versa sobre un agravio o afrenta de los que se cree presunta víctima..., y sobre la venganza o desquite que anda maquinando y de los que nos quiere hacer cómplices. El cansalmas agota sin jamás agotarse, es el dios del gota a gota. Al lado de su pertinacia, la de la sequía es cosa leve y benigna.

Se trata, pues, de un canso, como por aquí se llama no sólo al cansado ("Ya me tienes canso"), sino también al que produce fatiga ("Anda, no seas canso"). Ése nos muele el alma, nos la tritura a fuerza de pasarla por la rueda de su monotemático molino. O, para ser más exactos, nos la corrompe. De allí que reciba el apelativo de corrompido, por mentar todavía otra expresión local para decir lo mismo. Como el canso, este corrompido designa igual al sujeto agente que al paciente, tanto vale para el corrupto como para el corruptor. Al ser inaguantable, le espetamos un "Cállate de una vez, que me corrompes", pero también "No seas canso, corrompido".

A estas alturas, ya habrán adivinado que nuestro más fatídico cansalmas, el canso y corompido de todos los días, resulta el tipo dominante entre los nacionalistas vascos. Su voluntad sería admirable, si es que mereciera ese nombre la brutal persistencia de la marea. Como le ocurre al huracán o al terremoto, tampoco en él asoma el menor atisbo de su reiteración ni la mínima sospecha de los desastres que origina. Simplemente está embarcado en una especie de tarea cósmica que cumple con la fidelidad de los equinoccios.

Carece de humor, porque su mundo no está para fiestas, y de sentido del ridículo; a sus ojos risible es más bien el universo entero comparado con la seriedad y magnitud inconmensurable de su causa. De modo que su carácter no es sólo su destino: también es el nuestro, porque él más que nada ni nadie nos lo marca y dirige. Es la mismísima ley de la gravedad bajo apariencia humana. Pero sería más justo tenerle por superhombre, alguien que supera en contumacia al término medio y que no cejará hasta obtener la aniquilación o la rendición de todos los demás.

El cansalmas nacionalista es especie de una sola idea (o, mejor, 'creencia') y no comprende siquiera que pueda haber alguna otra. Cada vez que se tropieza con ideas, en plural, las atribuye a desequilibrio del contrario o a franca conspiración. No hay razón que le valga, porque en su caso el principio de identidad, la ley universal del pensamiento, se confunde con el principio de identidad nacional: Euskal Herria es Euskal Herria y no puede no serlo. Esta democracia de mercado le favorece, porque aquí todas las opciones se juzgan igual de legítimas y sus preferencias no tienen por qué justificarse. Su reino es el del puro querer, y ni siquiera el querer de los más, sino el suyo propio. Y es que su metafísica de caserío se condensa en esa fórmula, ser para decidir, que avergonzaría a cualquiera menos a él. Al revés que el resto de los humanos, que somos lo que a cada instante decidimos, él es de una vez para siempre y sólo le cabe decidir que todos sigamos siendo lo que la naturaleza y la historia al parecer ya decidieron por nosotros.

He aquí al hombre de los derechos, el resentido insaciable que no conoce más deber que el infinito que todos le debemos. Uno a uno, todavía sería soportable, pero se vuelve aún más osado e imbatible cuando actúa en bandas o en bandadas. Entonces la atmósfera se hace literalmente irrespirable. Al igual que otros creyentes, en su ejercicio más desaforado ha dejado ya muchos cadáveres en el camino. En su quehacer corriente (y sobre todo moliente) se contenta con desgastar los ánimos de los que pilla desprevenidos. Y, entre el pavor general a los unos y el desistimiento aburrido ante los otros, la inmensa ficción que fabrica ha conseguido absorber pensamientos privados y energías públicas, dividir a familias y a amigos, sojuzgar a los más débiles y dejarnos este amargo rictus en el rostro.. Su mísera herencia durará generaciones.

Cierto que también de los hombres más grandes se dice que están poseídos de una manía, aunque suele ser una manía divina. La de nuestro cansalmas es tan humana, que el diccionario la define como "mala voluntad contra otro, ojeriza". En suma, este maniático nos tiene manía porque no estamos poseídos por su misma manía. Pero la principal diferencia frente a otras clases de apóstoles reside en la pequeñez de la buenaventura que predica para lo desmesurado del sacrificio que nos exige. El militante cristiano o el comunista merecen respeto al menos por lo grandioso de su oferta, pero estos otros sólo ofrecen a corto plazo paraísos menudos de boinas y trikitixas. Han limitado nuestra existencia colectiva a la minúscula dimensión de su espíritu, a la recuperación de lo que la mayoría nunca fuimos ni tuvimos, a una inacabable misa de difuntos. Han reducido la Tierra a su pequeño territorio, y en éste no saben qué hacer con los inquilinos que no sean sus cofrades.

Lo que es más, el destino al que aquellos otros profetas nos invitan a sumarnos se cumplirá al final con nuestro beneplácito o sin él. El que arrastra al nacionalista, en cambio, no puede prescindir de nosotros: su Pueblo nos necesita, porque si no, no hay Pueblo; su Lengua nos necesita, porque si no no hay Lengua ni Pueblo, y sin Pueb1o ni Lengua, a ver qué pasa. El cielo o la sociedad sin clases pueden esperar, pero no así Euskal Herria.

La fuerza incansable de este cansalmas no convence, qué más le da, pero vence un poco cada día. Tampoco espera el cordial reconocimiento de nadie, porque le basta con la adhesión vergonzante del cobarde o el "respeto" del melifluo, que hoy pasan por ciudadanos de bien. Vence en cuanto el otro se calla o retrocede un solo paso: ése es ya un terreno después irrecuperable. Vence como se le admita la premisa mayor de su letanía o se deje sin rebatir el primero de sus presupuestos. Tal vez incluso vence cuando cedemos a la piedad hacia él, porque él será inmisericorde.

Nos fatiga hasta el hastío y la desesperación, pero no dejaremos que nos agote, porque sólo triunfará por ese agotamiento. ¿O acaso no disponemos de convicciones más potentes y de ideas más fundadas que las suyas? Nos cayó la desgracia de ser sus contemporáneos, qué le vamos a hacer. No nos ha sido dado el poder de escoger a nuestros vecinos, pero sí el de impedir que se conviertan en nuestros amos.

Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política de la UPV.

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