Obama en Alemania
Los alemanes tienen un término para designar el periodo de vacaciones y su falta de acontecimientos políticos: sommerloch, cuya traducción más apropiada sería el vacío del verano. Con los principales actores fuera de Berlín, aparecen sustitutos con más voluntad que talento, que luego vuelven a la oscuridad. A veces, incluso los políticos más experimentados se sienten movidos a decir cosas que para otoño han quedado olvidadas.
Durante un par de semanas, el senador Barack Obama ha llenado de manera poco corriente el vacío político veraniego en Alemania. Primero, con un amplio debate interno sobre dónde podía hablar. La canciller Angela Merkel planteó enormes objeciones a que lo hiciera ante la Puerta de Brandeburgo; le ofendía la idea de que un candidato presidencial estadounidense hablase en lugar tan sagrado en Alemania.
Quienes criticaron el discurso del candidato en Berlín por ser muy general, es que no se enteraron de nada
El mayor don de Merkel es su arte para eludir las decisiones difíciles
Su portavoz fue elocuente: a ningún político alemán se le ocurriría hablar en el lugar políticamente más sagrado de Estados Unidos, el Mall de Washington. En realidad, el Mall no tiene nada de sagrado. Ha presenciado misas papales, manifestaciones por el orgullo gay, conciertos de rock y concentraciones en pro de la abstinencia sexual. Por supuesto, no ha hablado allí ningún político alemán: ¿quién iba a notarlo? Más que el Mall, el santuario nacional es la Casa Blanca. A una Merkel recién elegida responsable de su partido se le dio una cálida bienvenida cuando fue allí a criticar la negativa del entonces canciller Schröder a apoyar la invasión de Irak.
Al final, se decidió que Obama pronunciara su discurso en la Columna de la Victoria, no lejos de la Puerta. Algunos otros políticos se apresuraron a declararlo inapropiado: la columna se erigió para conmemorar la última guerra ganada por Alemania, en 1870-1871, contra Francia. Si Obama hablaba allí, despertaría los fantasmas del pasado. Pero esos fantasmas han desaparecido hace mucho. La Columna de la Victoria es el lugar en el que se celebran el Love Parade -el Woodstock de Berlín- y las manifestaciones periódicas por los derechos de los homosexuales.
En realidad, la visita de Obama llenó un vacío mayor. El sistema político alemán es frágil. Los partidos tienen cada vez menos afiliados y la participación electoral está disminuyendo. La que podría ser una mayoría de izquierdas en el Parlamento (los Verdes, el nuevo Partido de Izquierda y los socialdemócratas tradicionales) está bloqueada por la negativa de estos últimos a activarla. Los socialdemócratas están atrapados en una coalición con los democratacristianos en la que cada uno de los socios obstruye las iniciativas del otro. El candidato de los so
cialdemócratas a la cancillería, el ministro de Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, es un funcionario público de profesión cuya admirable solidez es mucho más visible que su magnetismo.
El mayor don de la canciller Merkel es su refinada capacidad para eludir las decisiones difíciles. Los políticos alemanes son incapaces de conservar la prosperidad socialmente responsable del Estado de bienestar de la posguerra. Y gran parte del electorado se aleja de la política o se pasa a la derecha xenófoba. Por eso, a los alemanes les asombró ver la emocionante rivalidad entre la senadora Hillary Clinton (muy admirada en Alemania y la favorita de las mujeres) y un hombre joven que ha desafiado los convencionalismos. Cuanto más veían, más les parecía que Estados Unidos volvía a ser la tierra de las posibilidades.
La reacción de Berlín fue especialmente intensa. Al fin y al cabo, la mitad de sus ciudadanos vivió bajo dos dictaduras durante 56 años. Los habitantes de más edad de Berlín occidental se acordaron de JFK, y el día en que Caroline Kennedy se declaró en favor de Obama, la noticia dominó los periódicos y las televisiones berlineses. Por consiguiente, cuando llegó Obama, el terreno estaba bien abonado.
Cientos de personas se reunieron para recibir al candidato presidencial demócrata ante las modernas oficinas de la Cancillería (llamadas La lavadora por los berlineses, debido a sus formas cúbicas). Los equipos de la canciller y de Obama no tuvieron más que huecas palabras amistosas para describir la entrevista de una hora de duración. En un punto, no obstante, se mostraron de acuerdo la canciller y su rival, Steinmeier: Alemania enviará más tropas al norte de Afganistán en una misión de paz y reconstrucción, pero no enviará fuerzas de combate para luchar contra los talibanes en el sur.
En su día, la canciller Merkel no enseñó a su amigo George W. Bush lo que ha aprendido Alemania de su propia historia sobre los límites del poder militar. Pero parece que en esta ocasión, con Obama, se ha encontrado con un alumno más aventajado. Los dos se cayeron bien. Merkel ha viajado y sabe reconocer el talento político cuando lo ve.
La segunda entrevista que celebró Obama fue con el ministro de Exteriores Steinmeier. Un diplomático me contó que, cuando el senador entró en el patio interior del ministerio, estaba abarrotado de colegas suyos. Los diplomáticos alemanes son disciplinados y aplaudir habría sido una señal demasiado clara de favoritismo; dejaron que su presencia hablara por sí sola. En su conversación, Obama y Steinmeier coincidieron en que se precisa una nueva diplomacia para un mundo nuevo, en el que los viejos límites entre políticas nacionales y exteriores, entre proyectos económicos y medidas diplomáticas, han desaparecido. Los dos son ex profesores de Derecho y tienen en común la curiosidad intelectual y la capacidad de abordar la complejidad. Su colaboración sería productiva. El alcalde de Berlín, Klaus Wowereit, es también una estrella mediática y ya está preparando su campaña para la cancillería en 2013. Se sobrepuso al contratiempo de que Obama no le visitase en el Ayuntamiento y acudió al Hotel Adlon con el Libro de Oro de la ciudad para que lo firmara el senador.
Cuando, por la tarde, Obama llegó a la Columna de la Victoria para pronunciar su discurso, había allí 200.000 personas; según un parlamentario alemán, aproximadamente 100 veces más que lo que habría convocado un político europeo.
Es llamativo comparar los testimonios de dos extremos del espectro de edad y político. En The Washington Post, el inteligente ex embajador estadounidense en Alemania John Kornblum, ahora retirado, dijo: "La magia que Obama despliega entre los jóvenes estadounidenses, sea cual sea, parece producirse también en el extranjero, al menos en Berlín. Tuvimos la sensación de formar parte de algo nuevo, sin poder describir exactamente lo que era".
Benjamin Hofmann, que hace un par de años dirigía el periódico de los alumnos en el colegio bilingüe John F. Kennedy de Berlín y hoy es estudiante universitario, dijo que sus amigos y él, veteranos manifestantes contra las visitas de Bush, tuvieron la sensación de que ahora se les va a escuchar. También le pareció que quienes criticaron el discurso por ser demasiado general no se habían enterado de nada.
Es la opinión que comparten las figuras políticas alemanas con las que he hablado. Sabemos algo de lo difícil que es derribar muros, dijo uno: Obama hizo bien en declarar su intención en ese sentido. El resto tendrá que venir día a día, año tras año, decenio tras decenio. Este político habló con los asesores de Obama y observó que siguen teniendo cierta soberbia imperial. Dadas las opiniones del candidato, confía en que, si Obama llega a la presidencia, los alemanes y otros europeos puedan devolver a Estados Unidos los esfuerzos realizados en la posguerra mediante una tarea de reeducación.
Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © 2008 The Nation.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.