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México bajo el asedio del crimen organizado

La ola de violencia que sacude a México, en medio de una guerra sin cuartel entre los poderosos carteles del narcotráfico, tiene amordazada a la prensa en un contexto de autocensura generalizada que está diezmando al periodismo de investigación. Para los reporteros que se dedican a cubrir temas vinculados con el crimen organizado, en especial aquellos que informan desde regiones controladas por el narcotráfico, la situación se ha vuelto insostenible. Cumplir con la tarea informativa se ha convertido en una misión imposible en vastas regiones del país.

Frente a un Estado ausente y debilitado por el poder corruptor de las organizaciones criminales, periodistas y medios trabajan sin garantías mínimas de seguridad. La violencia ha crecido en forma progresiva en la última década. Desde 2005, México ha superado a Colombia como país de más riesgo para el ejercicio de la profesión en Occidente. El registro, según los datos compilados por el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), arroja resultados letales: 51 periodistas asesinados desde 1992, al menos 22 de ellos en represalia directa por su labor, y 10 reporteros desaparecidos desde 2005.

Miles de ciudadanos se ven privados de su derecho constitucional a la libertad de expresión

Vulnerables e indefensos, periodistas y medios de comunicación recurren cada vez con mayor frecuencia al silencio como medida de seguridad. En la ciudad fronteriza de Reynosa, lindante con el Estado de Tejas en Estados Unidos, la lucha por el control territorial entre el cartel del Golfo y los Zetas -un grupo integrado por desertores del Ejército que se ha convertido en una poderosa organización criminal-, desató un combate encarnizado con un saldo, según informes de prensa y de inteligencia, de entre 200 y 250 homicidios en un periodo de tres semanas comprendido entre finales de febrero y comienzos de marzo. Los medios de Reynosa no informaron nada sobre las múltiples ejecuciones y la lucha cruenta entre sicarios de bandas rivales. Al menos cinco reporteros fueron secuestrados. De ellos, dos radicados en Ciudad de México fueron liberados tras una golpiza. Otros tres siguen desaparecidos. No se publicó una línea en los diarios ni tampoco se informó en radio y en televisión. La información fue proporcionada por un corresponsal estadounidense radicado en el distrito capital y publicada en el diario Dallas Morning News. La prensa local, aterrorizada por una posible represalia de los carteles de la droga, optó por el mutismo.

En México, el problema de la violencia no está restringido a la libertad de prensa. Los números son por lo demás elocuentes: 28.000 asesinatos vinculados con el crimen organizado desde que asumió el cargo de presidente Felipe Calderón en diciembre de 2006, según cifras oficiales proporcionadas por el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, un organismo de inteligencia civil al servicio del Estado mexicano. Afecta a todos los sectores sociales, pero está produciendo un efecto nocivo: impide a miles de mexicanos, incluyendo a los reporteros, ejercer el derecho humano básico a la libertad de expresión. Un derecho constitucional consagrado en los artículos 6 y 7 de la Constitución política de México que, por los niveles de violencia, no puede ser plenamente ejercido por miles de ciudadanos.

Los asesinatos y desapariciones de periodistas se siguen acumulando. Igual que los procesos en la justicia. No hay castigo para los responsables: la norma es la impunidad. La falta de procesamientos exitosos es producto de una combinación de factores: un sistema de justicia sobrecargado, una corrupción generalizada y la falta de preparación de policías y fiscales, en particular a nivel estatal. La ausencia de resultados debilita aún más a una prensa asediada por la criminalidad y fomenta la autocensura. Para el crimen organizado, el fracaso de las autoridades judiciales es una luz verde, un estímulo para continuar con su accionar violento.

Las organizaciones criminales, ya transformadas en grupos transnacionales que operan en distintos países, manejan un poder de influencia cada vez mayor que abarca a todos los sectores sociales. El narcotráfico, que reconoce el valor que tiene la información, también manipula a periodistas y medios para enviar mensajes a sus rivales. En ocasiones, utilizan a periodistas como portavoces. El reciente secuestro de cuatro periodistas y la exigencia de que dos cadenas de televisión difundieran vídeos como condición para liberarlos fue un hecho sin precedentes en esta escalada de violencia. El narcotráfico también está en guerra por el control de la información.

El Gobierno federal, consciente de la magnitud del problema pero agobiado por los niveles de violencia, se ha comprometido a crear un sistema de responsabilidad al más alto nivel para proteger el derecho constitucional a la libertad de expresión. En el Congreso, mientras tanto, se encuentran estancadas iniciativas destinadas a que la federación tenga jurisdicción amplia en la investigación de casos involucrados con el ejercicio de la actividad periodística y la libre expresión. El Gobierno de Calderón debe priorizar la protección de la libertad de expresión en su agenda porque la violencia, el miedo y la autocensura están socavando un derecho humano fundamental y poniendo en riesgo la estabilidad de la democracia mexicana.

Carlos Lauría es el coordinador senior del Programa de las Américas del Comité para la Protección de Periodistas de Nueva York (CPJ).

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