Hay un hombre en España
"Hay un hombre en España que lo hace todo, hay un hombre que lo hace todo en España". Así comienza una genial canción del grupo Astrud. No les falta razón: hay un hombre en España que, verdaderamente, lo hace todo. Es ese hombre que se levanta una mañana con ánimos de matar, no con las ansias de un asesino (por favor), él desea matar como matan los héroes. Ese hombre sale de casa armado con una lanza. No es algo que pueda hacerse todos los días, me refiero a eso de ir por la calle con una lanza en la mano, pero por fortuna vivimos en un país que nos ayuda a liberar nuestros primitivos instintos y que nos invita a salir de casa con una lanza un 13 de septiembre. Un 13 de septiembre, en Tordesillas, ese hombre de España que lo hace todo sale de casa armado con su lanza. No percibe extrañeza en las miradas de los otros, sino simpatía porque entienden que dicho hombre tiene la sagrada misión de perpetuar una tradición de interés cultural: perseguir a un toro, acorralarlo con la inestimable ayuda de otros hombres de España que rodean al morlaco montados a caballo, y acabar con él a lanzazos, que es como matarlo a cuchilladas con la diferencia de que el héroe ha de acercarse menos a la bestia. Sospecho que entre los nueve mil habitantes del pueblo en el que tiene lugar tan noble tradición haya un porcentaje estimable de paisanos a los que el espectáculo de persecución, acorralamiento y asesinato del toro les parece repugnante, aunque solo sea porque da miedito pensar que entre nueve mil almas no haya una sola disidencia, pero los defensores de tan noble tradición cuentan con la ventaja de que si hay desafectos, estos están mayormente acojonados y callan ante el temor, no infundado, de que las lanzas se vuelvan hacia ellos. Nunca se sabe lo que la gente está dispuesta a hacer por defender sus tradiciones. Además, qué coño, hasta el alcalde (socialista) ha tenido que salir a la palestra para explicar que el dinero que gasta el Ayuntamiento en comprar un toro para alancearlo sale rentable, ya que al pueblo acuden más de cuarenta mil personas que se dejan sus buenas pesetas, mayoritariamente en alcohol, porque ya se sabe que el componente etílico en España es inseparable de la defensa de nuestras más ancestrales costumbres. En resumen, hay cerca de cincuenta mil seres humanos que están de acuerdo con provocarle a un animal una lenta agonía y convertir el proceso en espectáculo. Puede también que haya mucha más gente, mucha más, a la que dicha tradición les parezca vergonzosa, y puede que sea una amplia mayoría aquella que detesta subvencionar ese disparate, ese y otros que se dan en España en verano, la estación en la que se desatan los bajos instintos de la tribu, gracias a la inestimable colaboración de los Ayuntamientos que, a pesar de estar al borde de la quiebra, rascan dinero para fomentar el atraso. Pero, por lo que se ve, esa disidencia que no es tal (puesto que tal vez sea compartida por la mayoría de los españoles) no importa a nadie puesto que sale también más rentable halagar a la mayoría local, que al fin y al cabo tiene en sus manos colocar a un alcalde u otro, que escuchar el clamor de muchos ciudadanos españoles que a veces sienten que este país nuestro no tiene remedio. Si por mí fuera, si de mí dependieran las fiestas populares, las devolvería a su antigua esencia de verbena pobretona, de organización humilde y vecinal, y tacharía gran parte de la partida que los Ayuntamientos destinan a semejantes eventos. Como pueden suponer, no tengo un gran futuro como concejala de festejos. Si por mí fuera, no solo eliminaría el Toro de la Vega: se me ocurren otras tantas fiestas que se iban a caer del calendario si como digo fuera concejala de las fiestas de este gran país. Acabaría con mi trabajo en dos días y después me exiliaría a un lugar donde los lanceros no pudieran encontrarme. Pero ahora no quiero abandonar a ese hombre con el que empecé, a ese hombre de España que lo hace todo, que se levanta una mañana de septiembre, toma su lanza y ya en la calle se encuentra a otros hombres con lanza. Ese hombre quiere ser el primero en clavarle al toro la punta hiriente de su arma, marcarlo como suyo para adquirir el derecho a ser su verdugo. Ya lo consiguió hace unos años y esa heroicidad le ha granjeado un nombre artístico conocido por todos, El Zamorano. El toro elegido también tiene un nombre, Afligido. Francamente, en una lucha en la que los contendientes se llaman Zamorano y Afligido no hay que ser muy listo para predecir quién lleva las de ganar. Nuestro héroe, pletórico de la testosterona que inspira a los valientes, consigue una vez más adelantarse a los otros lanceros y hacerse con el privilegio de ser él quien dé la puntilla. Afligido, cuyo destino ya está escrito en su nombre, no es lo que se dice un resistente; Afligido está muerto de miedo, no está hecho de la pasta de su homólogo el toro Ratón, famoso por llevarse al que pueda por delante; Afligido está muerto de miedo y trata de huir corriendo hacia el bosque. Pero ahí está ese hombre en España que lo hace todo, Zamorano, para alcanzarle, clavarle la lanza y sentirse como Dios. O como Ronaldo. Es el hombre que se vuelve a casa con el rabo entre las manos.
El componente etílico es inseparable de la defensa de nuestras más ancestrales costumbres
Hasta el alcalde socialista sostiene que sale rentable comprar un toro para alancearlo
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