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Tribuna:DEBATE | ¿TIENE SENTIDO LA ÓPERA EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI?
Tribuna
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Espectáculo y postmodernidad

En los últimos años han proliferado en los teatros de ópera de toda Europa puestas en escena que han sido objeto en unos casos de debate, en otros casos de gran consternación, y en otros, para decir toda la verdad, de una simpatía incondicional y alborozada. Por poner sólo unos ejemplos, se ha visto a Don Giovanni, de la obra homónima de Mozart, practicando el coito en el interior de un vehículo moderno y lanzando luego a la platea un preservativo supuestamente con relleno; se ha visto un Rapto en el serrallo, también de Mozart, en el que uno de los protagonistas exclamaba: "Te voy a buscar un cerdo para que te folle y te vomite en la cara..."; se vio en Salzburgo un King Arthur, de Henry Purcell, con soldados de la Wehrmacht y una soprano meneando los pechos desnudos con declarada obscenidad; y también Un ballo in maschera que presentaba, nada más abrirse el telón, a una docena de personajes defecando en sus respectivos sanitarios. Los aficionados a la ópera, y el público lector de periódicos en general, conoce sobradamente este tipo de espectáculos, pues la carga que poseían de escándalo y de provocación, de innovación en el mejor de los casos, es algo que abonó el terreno de la "noticia" como, en parte, estimuló la afluencia de público a los teatros. De nada sirve echarse una vez más las manos a la cabeza ante este fenómeno. Quizá sea mejor hilar más fino y analizar qué se esconde detrás de esta proliferación verdaderamente desaforada de exhibiciones operísticas "no convencionales".

Nadie se ha atrevido a poner las manos sobre la música, pero muchos sobre el elemento literario
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Modernidad y nuevos públicos

La ópera es propiamente un invento del siglo XVII, quizás en especial de Monteverdi, que concibió su fundamental Orfeo como una favola in musica; es decir, una obra dramática a la que se le ha superpuesto, posiblemente por las propias exigencias estéticas del teatro barroco, el elemento musical. Por mucho que la discusión entre las expresiones "prima la musica e poi le parole" y su inversa haya oscilado entre los siglos XVII y XX, el hecho es que no hay ópera sin libretto, ni la hay tampoco sin música: corren parejas ambas cosas, y llegar a articular las dos con excelencia ha sido algo a lo que han aspirado todos los compositores, en todos los momentos de la historia moderna y contemporánea. Algunas alianzas fueron enormemente felices: así la que protagonizaron Da Ponte y Mozart, Arrigo Boito y Verdi, el Wagner músico y el Wagner libretista y la extraordinaria entre Hugo von Hofmannsthal y Richard Strauss. Otras resultaron menos exitosas; pero siempre se trató de contar una historia con el soporte sinérgico de una partitura. En cualquier caso, toda ópera es siempre una obra dramática que presenta un suceso en el seno de unas circunstancias sociales, políticas, religiosas y obviamente musicales muy determinadas, y circunscritas en el tiempo claramente. Nadie se ha atrevido a ponerle las manos encima al elemento musical, pero muchos lo han hecho a su complemento, el elemento literario.

Lo que posiblemente ha sucedido no es tanto que los públicos de nuestros días mostraran su cansancio ante aídas con desfiles interminables de cohortes y elefantes, cuanto el hecho de que ya no poseían los referentes epistemológicos de todo tipo citados más arriba para comprender cabalmente una ópera en una puesta en escena respetuosa con las circunstancias de su génesis. Es evidente que, para entender Las bodas de Fígaro en su versión dramática original, uno debe hacer el pequeño esfuerzo de retrotraer su memoria y su conocimiento a las determinaciones de todo tipo que primaban a finales del siglo XVIII: debe entender que los señores poseían todavía ciertas prerrogativas de antiguo origen feudal, tales como el ius primae noctis, y debe entender -algo ya muy progresista y muy moderno, por cierto- que los sirvientes, por entonces, empezaban a rebelarse contra una ley tan ominosa. Pero ahí reside la grandeza de una puesta en escena escrupulosa con su propio origen: se trata siempre de una lección de Historia, de un cuadro de costumbres del pasado, que, ensalzado por los efectos de una música acorde con los argumentos respectivos, ofrece una visión general y sintética de una cantidad enorme de información acerca de momentos ya pretéritos.

En esto consiste el quid de la cuestión y a lo mejor la explicación de las aventuradas o extravagantes puestas en escena a que venimos asistiendo en los últimos años: quizás la ignorancia de los propios directores de escena, quizás su falsa suposición de que la ignorancia viene del público mismo, quizás -esto es lo más probable- el deseo ya muy pasado de moda de épater le bourgeois (pues esta sigue siendo la clase social que llena los teatros de ópera de todo el mundo), ha llevado a los directores de escena a crear adaptaciones que sólo llegan a entenderse en razón de un fenómeno de calado muy penoso, es decir, la cada vez mayor dificultad de los ciudadanos (amantes o no del género operístico) de realizar el "viaje hermenéutico" que reclama toda obra de arte de nuestro legado estético.

El fenómeno seguirá por muchos años, por la simple razón de que los mecanismos inherentes a la postmodernidad en la que nos hallamos atrapados, tienden a eliminar la densidad de lo histórico y a entorpecer el desplazamiento a categorías intelectuales de otros tiempos, siempre en favor de una visión plana, anacrónica y desarraigada de lo histórico en cualquiera de sus formas. Un presente "líquido", cada vez más deslavazado, desinhibido y proclive a cualquier estupidez se abre camino a pasos agigantados, desplazando cada día con mayor eficacia la antigua posibilidad de los receptores de vincularse a un hecho artístico (o político, o religioso, o lo que sea) con las armas de la inteligencia y una memoria elaborada, sabia y capaz de desentrañar la esencia de cualquier forma de pasado. La postmodernidad, pues, se ha adueñado también de los teatros de la ópera. Por sus ardides se ha malogrado otro de los referentes que nos permitían situarnos en el gran teatro de causas y efectos de la Historia.

Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona y ha ejercido la crítica de música clásica en la prensa.

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