Castigo de vergüenza
La pena de vergüenza ya no se la va quitar nadie a Francisco Camps, expresidente de la Generalitat valenciana, y a Ricardo Costa, su estrecho colaborador. Nadie sabe qué decidirá el jurado, pero ambos políticos ya han tenido que pasar por el oprobio de tener que escuchar, sabiendo que iban a oírlas decenas de miles de personas, esas almibaradas muestras de ridícula gazmoñería. No es poco castigo. Pudieron evitarlo: el exjefe de gabinete de la Conselleria de Turismo, Rafael Betoret, aceptó la culpa y entregó al Tribunal Superior de Justicia Valenciano 11 trajes, cuatro americanas, dos abrigos y un pantalón que había recibido de la trama Gürtel.
Si es tremendo escuchar la melosa declaración de amor de un estirado presidente de comunidad a un saltimbanqui conseguidor de chapuzas varias, no lo es menos comprobar cómo un joven político con aspiraciones infinitas de ascenso en su carrera es incapaz de salir a la calle y comprarse 100 gramos de caviar para unos delicados blinis. ¿O es, quizá, que sí podía comprarlos pero no quería pagarlos, y de ahí el encargo a un eficiente y profesional intermediario de sustanciosos favores?
Está bien esta pena de vergüenza y sonrojo, ya probada con notable éxito en la Audiencia de Valencia, que podría aplicarse a algún otro presidente de comunidad -¿qué tal Jaume Matas?-, a algún duque de mano entrenada o incluso a algún consejero andaluz con chófer verborreico. Hay otros altavoces a incluir en la condena, como la obligada emisión de las mimosas conversaciones en las radios y televisiones patrias.
Nos quedan por oír más cosas de la Comunidad Valenciana. Como ejemplo, no sabemos qué dijo en su momento Carlos Fabra cuando le comunicaron -alguien tuvo que hacerlo- que en el nonato aeropuerto castellonense, 150 millones de euros enterrados en la nada, iba a instalarse una colosal estatua en su honor.
Creería el perenne presidente de la Diputación de Castellón y multipremiado lotero que era normal y apropiado? ¿Quizá escaso de medidas, algo rácano en su construcción?
La Puerta de Alcalá, conocida en toda España, tiene 20 metros de altura. La de Fabra, cuatro más: 24.
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