Aborto y paternidad irresponsable
El jaleo organizado sobre la nueva ley del aborto agita ramas que no dejan ver el bosque. Que a estas alturas del debate apenas se haya hablado de la paternidad -ojo, no de la maternidad- responsable o irresponsable tiene su morbo (sólo los católicos progresistas lo han apuntado en su interesante Manifiesto). De nuevo aparecen, urbi et orbi, las mujeres como culpables únicas de que algo malo suceda. Así, lo que llaman interrupción del embarazo -aborto, sin más- es una mala noticia que parece que sólo a ellas incumbe. ¿No es la reproducción de los seres humanos cosa de unos y otras? ¿Se lavan los hombres las manos en su responsabilidad ante un aborto?
La paternidad irresponsable, esa que escurre el bulto, se tapa los ojos, huye directamente o tiene la desfachatez de condenar el aborto, es lo propio de los hombres que no aman a las mujeres. Es lo que hacen esos seres cuya definición socio/biológica es que son capaces de procrear ad infinítum: ¿cuántos hijos puede tener un hombre? La historia nos muestra ejemplos tan notables (y recientes) como el de Abdelaziz Bin Saud, creador del poderoso reino saudí a comienzos de los años treinta del siglo XX de quien están documentados no menos de 100 hijos, 40 de ellos legítimos (ver webislam.com) de sus 17 esposas oficiales. En España, los historiadores más serios han señalado al rey Felipe IV como uno de los más prolíficos, de quien se han reconocido al menos 19 hijos, si bien se le tiene como un consumado e incontrolable engendrador de descendencia. Y la psicóloga Dorothy Einon de la Universidad de Londres ha estudiado el caso del gran sultán Ismael (Marruecos, 1672-1727) consagrado como padre de 888 hijos.
La interrupción del embarazo es una mala noticia que parece que sólo a ellas incumbe
Son otras circunstancias históricas las de estos ejemplos, pero es evidente que hombres muy mayores -desde Pau Casals al doctor Iglesias- son capaces de reproducirse sin problemas. Esa facultad engendradora es la que subraya Esquilo: "No es la madre quien pare a lo que llamamos su hijo: ella es la nodriza del germen que en ella se ha sembrado. Quien da a luz es el hombre que la ha fecundado" (citado por S. Agacinsky en su libro Política de sexos). Para Aristóteles, la mujer está privada del calor que le daría la capacidad de producir semen. Una perspectiva histórica perfectamente machista que ha creado una cultura, aún vigente, según la cual tener hijos se presenta como una servidumbre femenina hacia el hombre/dios. Por tanto, que la mujer decida ser la dueña de su propio cuerpo, lo cual incluye lógicamente la posibilidad de abortar, no gusta a esos hombres que sólo ven a las mujeres como depositarias de su heroica semilla.
El caso del aborto es un claro ejemplo: no se trata tanto de una cuestión religiosa como del absurdo debate sobre quién tiene la clave de la reproducción de la especie. El macho persistente en su poder tradicional y unívoco es quien considera punible la posibilidad de que la mujer decida no aceptar la responsabilidad de traer un hijo a este mundo y, en consecuencia, abortar si llega el caso. Es la misma batalla de los anticonceptivos femeninos que otorgan a las mujeres el control sobre su fecundidad. Las mujeres se han rebelado desde hace mucho tiempo ante esta situación, pero sólo desde la divulgación de la píldora anticonceptiva, a principios de los años sesenta del siglo XX, han tenido la oportunidad de ejercer realmente ese dominio básico sobre su cuerpo.
El derecho al control del propio cuerpo es algo que, como es lógico, los hombres ni se cuestionan: les resulta perfectamente normal. Al mismo tiempo, la sociedad parece ignorar que una mujer normal y sana es capaz de engendrar y dar a luz hasta más de 20 hijos. Si no existieran sistemas de control de la fecundidad -lo fueron, entre nosotros, la precariedad de la medicina, la higiene y nivel de vida- tal vez nos desbordaría la sobrepoblación. Insistir hoy en tener todos los hijos que Dios quiera exime a hombres y mujeres de responsabilidades irrenunciables. ¡Viva la virgen!
El debate sobre el aborto debería ayudar a focalizar lo básico: engendrar nuevos seres atañe al padre y a la madre, en un acto de suprema responsabilidad ante ellos mismos y la sociedad en la que están. Lo cual implica, al menos, que esos nuevos seres puedan recibir cuidados y afectos adecuados. Ligar la natalidad y el aborto con la economía se ha solventado entre nosotros con una alegre jaculatoria: los hijos llegan con un pan bajo el brazo.
La realidad es bien distinta: tener hijos, para una pareja joven, es tan complicado y dispendioso como montar una empresa. Quién lo hubiera dicho. Hoy, que el sexo ha dejado de ser pecado -¿o no?- para transformarse en obligación y, de paso, en un negocio considerable, la responsabilidad de quienes respetan ese milagro que es dar vida a un nuevo ser es la de velar por las condiciones en las que nacerá y vivirá. Acaso estamos lejos de que nuestros jóvenes se sientan responsables del resultado de su sexualidad; el aborto es un recurso límite, pura realidad compartida. Ahí duele.
Margarita Rivière es periodista y escritora.
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