Memoria viva
Escribir ficción se parece a recordar cosas que uno no ha vivido. En la memoria resuena el eco de nuestros pasos por un corredor que no llegamos a tomar, dicen los versos de Eliot, en dirección a una puerta que nunca abrimos, y que daría a una rosaleda. No escribe uno ficción para contar lo que ya sabe, sino para saber lo que tiene que contar, lo que parece que recuerda mientras lo está inventando. No cuenta entonces la inspiración, ni casi la voluntad, sino la rapidez de los dedos, la suavidad de las teclas, la lisura del papel, el flujo de la tinta que va formando las palabras. En una ocasión parecida, aunque probablemente todavía más gustosa, el músico echa hacia atrás la cabeza y aprieta los párpados sonriendo como en un sueño feliz mientras las manos se le van a lo largo de las teclas o las cuerdas o los resortes de su instrumento.
Viajero medroso, más cercano a Josep Pla que a Bruce Chatwin, voy por paisajes y calles familiares buscando los trazos no de una canción sino de un relato
El habla de María ya es de otro tiempo: un habla concienzuda y precisa, de vocales rotundas, de una distinción popular que es el reverso exacto de la chabacanería
Los arrebatos de la literatura son menos evidentes, pero también dependen del juego imprevisible entre la constancia y el azar, del ir y volver entre la premeditación y lo inesperado. Dice Javier Marías que algunos novelistas trabajan con un mapa, y otros con una brújula. En el segundo caso el mapa se iría haciendo mientras progresa el viaje; es el viaje mismo el que va creando el territorio, de la misma manera que los dioses nómadas iban creando el mundo con su canto mientras caminaban, según le explicaron a Bruce Chatwin los aborígenes de Australia.
Chatwin recorrió el mundo como un explorador de otro siglo queriendo dibujar el mapa de su literatura, que exigía lugares muy lejanos y una permanente sensación de extrañeza. Daba igual que fuera la Patagonia, o Praga bajo el comunismo, o los desiertos de Australia, o los senderos milenarios de las caravanas del Asia Central. El mapamundi equivalía a las páginas en blanco de su cuaderno Moleskine: en ambos casos el territorio desconocido era el del alma sin sosiego del propio Chatwin.
Viajero medroso, más cercano a Josep Pla que a Bruce Chatwin, yo voy por paisajes y calles familiares de Madrid buscando los trazos no de una canción sino de un relato, identificando lugares donde pudieron haber sucedido cosas que yo he inventado, queriendo ver detrás del ahora mismo de la ciudad los indicios posibles de un presente de hace setenta y un años. En los libros el tiempo se fosiliza en Historia. En las imágenes documentales y en las fotografías están las sombras de los muertos pero no su presencia, salvo en esas instantáneas en las que quedó atrapado un momento marginal y verdadero de la vida, una cara que se vuelve, dos figuras que se inclinan sobre la mesa de un café, una pared cubierta de carteles desgarrados, algunos con consignas políticas y otros con publicidad de una compañía de alquiler de automóviles.
El pasado, dice un escritor americano, es otro país. Las cosas se hacen en él de manera diferente. Casi llego a visitarlo hojeando periódicos en las estancias sosegadas de la hemeroteca, que le transmiten al pasado una cualidad de papel quebradizo y silencio. El pasado, en la hemeroteca, es un país silencioso en blanco y negro, en el cual las noticias y los personajes agigantados por los libros de historia se disuelven en una cotidianidad trivial donde cuenta más o menos lo mismo el gran asesinato político que el reportaje sobre una señorita rejoneadora o el anuncio de una película hace mucho tiempo olvidada, o el de unas tabletas contra los ardores de estómago.
El pasado sólo existe de verdad en la memoria de quienes lo vivieron, tan frágil como las conexiones neuronales que la hacen posible, las infinitesimales reacciones químicas, las descargas eléctricas que estallan en el tejido cerebral relámpagos en la oscuridad de una noche de tormenta. Mis viajes por Madrid en busca de recuerdos que no son míos me llevan a casa de María, que cumplió once años en el primer verano de la guerra y ahora vive sola en su piso diminuto de clase media de los años cincuenta, rodeada de ausencias y de fotografías de muertos y de niños de comunión que ahora son hombres maduros, activa, conversadora cuando tiene con quien, aficionada a la lectura y a la música, a las clases de inglés que recibe en una escuela de adultos. El habla de María ya es de otro tiempo: un habla concienzuda y precisa, de vocales rotundas, de una distinción popular que es el reverso exacto de la chabacanería, el habla que debía de oírse hace setenta años en su calle de Madrid cercana a la Telefónica y por lo tanto especialmente vulnerable a los obuses de la artillería franquista y a las bombas que lanzaban casi cada noche los aviones. María tiene recuerdos claros, pero no prejuicios; memoria del sufrimiento, pero no rencor. La textura del tiempo que he buscado en vano en los libros está en el deje popular de sus palabras límpidas. Se acuerda de que los niños jugaban a cambiarse trozos de metralla en vez de cromos, y de que lo más valioso eran las espoletas de las bombas; del frío de las noches de invierno y de los motores de los aviones que se filtraban a lo más dulce del sueño; de los enchufados que comían y engordaban en los cafés, con pistolas al cinto y buenos chaquetones de cuero, mientras los soldados pasaban hambre en las trincheras; del ataque de risa y de extrañeza que tuvo al ver por primera vez en su vida a una mujer con pantalones, vestida de miliciana; de que la iglesia de su calle fue transformada en almacén de patatas, y al niño Jesús que había en una hornacina de la fachada le colocaron un gorro frigio en la cabeza y una bandera roja entre las manos. Una mañana llamaron con golpes violentos a la puerta y eran unos hombres armados que venían a buscar a su padre, que trabajaba en una sastrería eclesiástica y militar y nunca se había metido con nadie, pero del que se sabía que era votante de la CEDA. María se acuerda del miedo, de su padre pálido y escondido: de que uno de los hombres llevaba las iniciales U. H. P. afeitadas en la cabeza pelona. Se levantaba todavía de noche en el Madrid a oscuras para guardar la cola de la leche o del pan y al buscar su camino entre los escombros de las calles con una linterna encendida iluminaba la cara de un muerto con ojos desorbitados de pez.
Estas cosas existen porque María las recuerda. En su memoria los minutos del presente de entonces están preservados igual que una burbuja de aire o un grano de polen en un fragmento de ámbar. Luego salgo a la calle, dejándola sola con sus fotografías y sus ausencias, y el Madrid que piso es el de su infancia y el de su primera juventud, y cuando me siento a escribir, contagiado por las historias de María, lo que estoy inventando parece el recuerdo personal de algo que sucedió veinte años antes de que yo naciera. -
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