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Reportaje:Edificios habitados por fantasmas

Los viejos rascacielos se vacían

El Edificio España permanece cerrado desde hace dos años y los últimos inquilinos de la Torre de Madrid preparan la mudanza

Pilar Álvarez

Papel marrón. Como el que sirve para envolver los churros o bocetar los patrones. Metros y metros. Superpuestos. Sujetos con celofán dentro de los locales vacíos. Frenan las miradas curiosas a los escaparates desnudos de los bajos del Edificio España, en el número 86 de la Gran Vía. La torre blanca y roja de ladrillo y piedra caliza fue construida entre 1948 y 1953 por los hermanos Otamendi. Edificado con aspiraciones de ciudad autosuficiente y "con la idea de un rascacielos americano", según reza la placa de la entrada.

"Es como vivir en un monasterio, al bajar está Madrid", explica un inquilino de la planta 31ª
"He tardado semanas en recuperarme", dice un empresario que dejó su oficina en mayo
Apenas quedan cuatro o cinco oficinas por planta en la Torre, otras están ya vacías
"Esto era el centro del mundo cuando en el resto de España se pasaba hambre"

Durante décadas, hasta 3.500 personas diarias cruzaron el vestíbulo del Edificio España, en el lateral del eje Gran Vía-Princesa rumbo a sus apartamentos (200) o a sus oficinas (400). Pero la entrada de mármol lleva dos años sin bullicio. El antiguo propietario de este inmueble, la compañía Metrovacesa, lo vendió en junio de 2005 por 277,2 millones de euros, excluido el hotel Crowne Plaza que comparte fachada con la entrada principal. Lo adquirió el Fondo Santander Central Hispano Banif. En la entidad financiera no concretan qué futuro tendrán sus 28 plantas. "Nuevas oficinas o apartamentos para alquilar. Aún no está decidido", explican.

La Torre de Madrid, construida entre 1954 y 1960 por los mismos hermanos -Joaquín, arquitecto, y Julián, ingeniero-, correrá la misma suerte que su vecina. Metrovacesa le puso el cartel de "se vende" también en 2005. Dos años después, aún sigue en manos de esa inmobiliaria, pero el goteo de salidas no cesa. No entran nuevas empresas ni vecinos. Los dos edificios fueron durante 30 años las torres más altas de España, con 117 metros el Edificio España y 142 metros la Torre de Madrid. En 1988 perdieron su récord: se lo quitó la Torre Picasso. Durante años, los rascacielos de la plaza de España aglutinaron el corazón turístico, financiero, empresarial; el refugio de la noche bohemia, con salas de fiestas en las alturas; el ejemplo de la vida próspera de la capital. Hoy, la estampa es otra. Surcos de suciedad gris crecen bajo las ventanas, donde cuelgan viejos aparatos de aire acondicionado.

"¡Huy, esto era un hervidero de gente!", dice el vigilante uniformado que impide el paso al Edificio España. Se apoya en la puerta principal. A su derecha, el hotel Crowne Plaza, vacío también desde hace dos años. Cubierto también de papel marrón. Con 19 plantas y cinco estrellas, ofrecía sauna, gimnasio, habitaciones de lujo... Un cartel pintado con rotulador y trazo brusco anuncia que el Plaza estará cerrado "por un tiempo indefinido".

La rotunda silueta del Edificio España se dibuja perfectamente desde lo alto de la Torre de Madrid. En su terraza de la planta 31, a la que sale directamente desde su habitación, Alexandre Chen contempla las hamacas abandonadas en el inmueble vecino, lleno de habitaciones vacías y sin vida.

No es su única vista. Desde allí, Chen divisa un amplio panorama de una ciudad que parece una maqueta: desde las callejuelas de Malasaña hasta el perfil de los edificios cortado por la Gran Vía, que parece un scalextric con coches del tamaño de una nuez. A mitad de la avenida, la piscina de la azotea del hotel Emperador. Al fondo, el Palacio Real. La vista se pierde unos metros más atrás en el Campo del Moro. No se oye nada. Nada. "Es como vivir en un monasterio, al bajar está Madrid, la ciudad, el bullicio, pero esto es la paz", explica el inquilino, francés de origen chino. Comparte piso con dos compañeros. Alquiló el inmueble hace cuatro años. Entre los tres pagan 1.500 euros, 500 por habitación. Intuye que tendrá que marcharse dentro de un año, cuando venza su contrato de alquiler, aunque no ha recibido comunicación oficial. Pero cada día, al salir, descubre una nueva puerta cerrada, un piso vacío, menos vecinos. "No puedo hacer nada. Cuando me toque irme, me marcharé ahí a Malasaña". Señala la maqueta de callejuelas, con la plaza del Dos de Mayo en el centro.

Alexandre Chen y sus compañeros encajarían en el perfil de inquilinos que buscaba Metrovacesa en 1997, tras dos años de reforma en los que invirtieron 2.000 millones de pesetas (algo más de 12 millones de euros) en el rascacielos. Los apartamentos no estaban pensados para familias, sino para "jóvenes profesionales con nivel de vida alto o pintores a quienes atraerá la intensa luz que entra en los pisos", según la definición de entonces de la firma. Pedían 85.000 pesetas mensuales (511 euros) por un piso de una habitación y 60 metros cuadrados y 262.000 (1.574 euros) por las viviendas de 231 metros y tres dormitorios.

Una década después, no interesa ni ése ni ningún otro perfil. No se renuevan contratos, según confirman desde la empresa. Apenas queda una treintena de oficinas en sus primeras 14 plantas con capacidad para más de 140 empresas y una veintena de viviendas ocupadas de las 130 viviendas de lujo del inmueble.

"Después de 47 años en el edificio, Metrovacesa no se portó muy bien, no hubo manera de negociar para quedarnos". Gonzalo Cores, de 77 años, es uno de los empresarios que ya se han marchado. Se mudó en mayo de su oficina. Relata que empezó pagando un millón de pesetas al año (6.000 euros) por la planta 14 entera, con vistas a toda la ciudad. Se marchó cuando la renta era de 6.000 euros mensuales por la mitad de espacio. Cores, responsable de varias empresas de venta de plantas industriales, astilleros y cementeras, presume de ser pionero del comercio con Cuba, en la década de los sesenta del siglo pasado. "Teníamos una relación personal con Fidel Castro", cuenta por teléfono. Enviaban un barco de mercancía a la isla cada 15 días. La orden partía directamente de la Torre de Madrid, donde el empresario ha pasado más horas de su vida "que en ningún otro sitio".

Cores recuerda el trasiego, cuando se cruzaba en los ascensores con las alumnas de una academia de modelos instalada en el edificio. "Eran muy guapas". Un silencio. "Me marché con una tristeza enorme. Me ha costado semanas recuperarme", añade. "Cuando lo echo de menos, me asomo al despacho de mi hermano, que aún trabaja en la planta octava".

Gente del mundo de la moda, artistas famosos, pintores reconocidos, escritores... Y hasta un paracaidista, que saltó del piso 32 en 1986. Peter Dickens, un surafricano que tenía 26 años el día que realizó la peripecia, bajó 130 metros en su paracaídas y aterrizó junto a las estatuas de Don Quijote y Sancho Panza. "Fue aplaudido por el numeroso y atónito grupo de transeúntes que paseaban alrededor de las once de la mañana por la madrileña plaza de España", recoge la crónica de EL PAÍS del 16 de diciembre de 1986.

Otros saltos fueron más aciagos. El abogado Roberto Oltra, que abandonó la torre con pena hace ya dos años, los rememora como el recuerdo más triste de sus cuatro décadas en el edificio. "Hubo algunos suicidios. Los amantes despechados se tiraban de lo alto de la torre. Era muy desagradable", afirma.

Pero Oltra, a sus "setenta y tantos años", atesora también episodios felices. Asegura que tenía su bufete en "el mejor despacho" de la atalaya, en la planta novena. Sus clientes quedaban deslumbrados con la terraza de 700 metros, en la que tomaba el sol, se refrescaba con una manguera y hacía footing hace más de 30 años. "No siempre", puntualiza, "sólo si tenía un descanso en medio de días enteros sin levantar la cabeza de los papeles". Si encontraba un hueco, también jugaba al tenis, con una pelota atada a la raqueta. "Más de una bola se soltó y llegó a Callao". Ríe. "Era muy joven". Habla casi sin pausa. Enlaza una anécdota con otra.

Los inquilinos se cruzaban en una cafetería ya cerrada que estaba en un bajo del edificio. O coincidían en los descansos en el restaurante de la Casa de Cantabria, situado en la azotea. También se ha trasladado. Eran jornadas de trasiego constante en el edificio, en los que los seis ascensores que llevan a las oficinas no bastaban. En las horas punta de entrada (entre las 8.30 y las 9.00, recuerda Oltra), los conserjes habilitaban incluso los dos montacargas, para que nadie tuviera que esperar. "Si pudiera, volvería a la torre", añade el abogado.

Si Oltra regresara hoy a su despacho, se encontraría con la imagen opuesta a su recuerdo. En los pasillos, el eco devuelve el sonido de los propios pasos. Suena el timbre perdido de algún ascensor. Apenas quedan cuatro o cinco empresas en algunas plantas. Otras están totalmente vacías. Con las puertas cerradas y los felpudos acumulando polvo, con la huella cuadrada sin barniz en las puertas, restos de los rótulos arrancados.

Manuel, al frente de una empresa de reprografía, es el único que se asoma cuando suena su timbre en la planta quinta. Le quedan "unos cuantos años de alquiler", pero la actividad ha descendido. "Antes trabajábamos aquí cuatro. Ahora estoy yo solo y he tenido que sacar la mesa junto a la puerta para ver si viene algún cliente, paso muchas mañanas sin ver a nadie".

Mariano Lázaro, de 58 años, pasó casi 30 a pocos metros de la oficina de Manuel, también en la planta quinta. Hace 15 años la cambió por otra en la sexta. Paga 160 euros por 151 metros cuadrados, un chollo que vence en diciembre de 2008. Lázaro se resiste a la idea de marcharse, porque en la Torre de Madrid vivió su propio sueño americano. "Dormí dos noches en los bancos de la plaza de España, hasta que me dieron trabajo", confiesa. Se plantó en el centro financiero de Madrid a finales de los sesenta. "Me levantaba de la plaza, me arreglaba un poco y subía a la torre, puerta por puerta, para pedir un empleo". Empezó, no podía ser de otra manera, de botones. Ahora tiene su propia empresa de aviación. "Esto era el centro del mundo, y lo era en la época mala de este país, cuando en España se pasaba hambre", asegura. "Es una lástima que cada vez quedemos menos".

Terraza del apartamento de una de las últimas plantas de la Torre de Madrid, en la plaza de España.
Terraza del apartamento de una de las últimas plantas de la Torre de Madrid, en la plaza de España.CRISTÓBAL MANUEL

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Sobre la firma

Pilar Álvarez
Es jefa de Última Hora de EL PAÍS. Ha sido la primera corresponsal de género del periódico. Está especializada en temas sociales y ha desarrollado la mayor parte de su carrera en este diario. Antes trabajó en Efe, Cadena Ser, Onda Cero y el diario La Opinión. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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