Dos ciudades
Ásperas, duras, incómodas, caóticas, Madrid y Nueva York comparten muchos rasgos. El texto de Elvira Lindo y las fotos de Raúl Cancio dan algunas claves
Hay personas que llevan en el código genético la necesidad del viaje. No es mi caso. O mejor dicho, creo que desde hace tiempo ésa no es mi prioridad. Por circunstancias de la vida largas de explicar Nueva York se ha ido convirtiendo en mi segunda patria. No Estados Unidos, Nueva York. En inglés existe la palabra hometown para definir a la ciudad de la que te sientes parte. Pues eso, mi segunda hometown. Con esto quiero decir que mi vida consiste en ir de un hogar a otro, y presiento que así seguiré mientras tenga fuerzas para abordar viajes tan largos.
Hay gente que piensa que busco en la ciudad americana algo que no encuentro en Madrid. Al contrario, lo que busco es exactamente lo mismo: un barrio, un camarero que te reconozca en un restaurante, una librería pequeña a la que acudir, un parque cercano y una luz crepuscular que te quite el aliento. Eso es común en las dos ciudades. La luz del otoño se parece tanto en ambos atardeceres que alguno de esos domingos de paseo caprichoso he tenido la sensación mareante de que estaba en mi Madrid, y es que, a pesar de que el frío convierte el invierno neoyorquino en una estación difícil de sobrellevar para un alma mediterránea, siempre hay en el día un momento milagroso de sol que te devuelve la alegría a la cara.
La extranjería de sus habitantes es considerada de poca importancia
Hay algo, además de la viveza del cielo, que convierte a Madrid y Nueva York en dos ciudades hermanas: la manera en que la extranjería de sus nuevos habitantes es considerada un rasgo de poca importancia. Por un lado, los viejos neoyorquinos tienen a gala sentirse un poco del país del que procedían sus antepasados; por otro, los nuevos perciben de inmediato lo sencillo que es pertenecer a esa gran mole urbana de ocho millones de almas. Esa facilidad es un bálsamo para la nostalgia.
Las dos son ciudades caóticas: Nueva York, por su decrepitud y el estado deplorable de sus servicios públicos; Madrid, por el exceso de intervenciones urbanísticas y su estructura de poblachón. Pero sus calles son pisadas, usadas, maltratadas y bendecidas de tal manera por millones de personas que hay una suerte de vitalidad contagiosa común. Son ciudades insomnes, de bulla, proclives al jaleo y a la agitación verbal; urbes donde la gente habla alto, ríe sonoramente, comenta en alto. En un primer momento, los que vienen de fuera se sienten intimidados, porque el tono general es directo, imperioso, mandón. Antes de que los restaurantes de Nueva York fueran invadidos por esos estudiantes de teatro que te recitan la carta con gran falsedad interpretativa, los camareros se parecían enormemente a los viejos camareros de Madrid, que te despachan con ese célebre ¿Qué? que te deja helado hasta que intuyes que más allá de la rudeza hay una calidez escondida. Aún hoy, en los antiguos diner, uno puede ser atendido por viejas y viejos camareros y encontrar un encanto a ese trato tan seco como familiar.
Siento un amor apasionado por las dos ciudades, por esas dos ciudades ásperas, duras, incómodas. Tengo la sensación de que cuando caminas por sus calles estás avanzando hacia algo inesperado, que la aventura es posible, sea en forma de peripecia feliz o de experiencia fatal. Como me dijo una amiga americana, en Nueva York, como en la vida, "has de ser inocente como un cordero y astuto como una serpiente". Son palabras de la Biblia que yo aplico a diario cuando callejeo por el mapa de mis dos hogares.
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