"Yo no soy mi padre"
Keiko Fujimori vive alabando y negando el legado de su padre. Ensalza su papel en la lucha contra el terrorismo de Sendero Luminoso y por sentar las bases del modelo económico que ha hecho crecer a Perú a niveles récord. Pero también pide disculpas a las mujeres que fueron esterilizadas forzosamente durante el Gobierno de Alberto Fujimori, defiende que el autogolpe de 1992 se produjo en circunstancias extraordinarias; y niega la escandalosa corrupción que marcó al régimen fujimorista. Sus lemas son los de su padre, sus colaboradores también, y en sus mítines la gente acaba gritando: "¡Chino! ¡Chino!".
"Yo no soy mi padre", ha dicho tajante Keiko varias veces para rebajar el peso de las comparaciones. Sus allegados reconocen que no soporta las críticas. Sobre todo las que apuntan a que con 36 años recién cumplidos, y una mínima experiencia política en un Parlamento que no pisó casi nunca, ha llegado tan lejos en la carrera presidencial solo porque es la hija de El Chino. Esto es lo que horroriza a la mitad del electorado, que recuerda que el padre ha sido condenado a 25 años de prisión por corrupción y crímenes de lesa humanidad; y que Keiko ha sido acusada de financiar sus estudios en la Universidad de Boston con dinero público. En EE UU conoció a su marido, Mark Villanella, con el que tiene dos hijas.
Quienes niegan que sea solo un títere del padre, aseguran que Keiko lleva desde los 15 años preparándose para ser presidenta. Fue una de las primeras damas más jóvenes de Occidente cuando Fujimori le pidió que desempeñara el cargo tras la ruptura del matrimonio con Susana Higuchi. Era abril de 1994, ella tenía 19 años, y se mantuvo en el puesto hasta el fin del Gobierno en 2000. De los cuatro hermanos, solo ella y el menor, Kenji (30 años), tienen vocación política.
Su madre estuvo con ella en el cierre de la campaña electoral el jueves en Lima. La relación -que Keiko describió como cálida a The New York Times- no parece fácil. Higuchi fue una de las primeras personas en denunciar la corrupción en el Gobierno del exmarido. En 1994 incluso llegó a calificar a su esposo de tirano y años más tarde denunció que el servicio secreto, al mando del temible Vladimiro Montesinos -a quien los hijos de Fujimori llamaban tío Vlad, según el biógrafo Luis Jochamowitz-, la había torturado "quinientas veces" para silenciarla. Tiene cicatrices en la espalda y en el cuello que ella atribuye a la tortura, aunque su exmarido asegura que fueron causadas por un tratamiento tradicional japonés para dejar de fumar.
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