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Reportaje:Catástrofe en Haití

El rescate de la brigada de Yuri

Un grupo de salvamento ruso saca de los escombros a una joven que llevaba cinco días bajo tierra, mientras al lado unos haitianos robaban en las casas

Antonio Jiménez Barca

En medio del caos de calles bloqueadas por los saqueadores, edificios hechos puré y millares de gentes como hormigas caminando de acá para allá buscando agua y comida, avanza un viejo camión ruso con una brigada de hombres en mono de soldador: pertenecen a un grupo de rescate anárquico y efectivo proveniente de Moscú, especializados en arrancar personas vivas a los escombros. El sábado por la tarde alguien les vio circular por una avenida de Puerto Príncipe y les señaló una casa partida en dos:

- ¡Eh! ¡Ahí hay gente viva!

Es la gente de Haití la que, muchas veces, alerta a los equipos de salvamento de la existencia de personas vivas debajo de las casas. En teoría, todas las mañanas, una reunión en el centro del control de rescate, situado en el aeropuerto, asigna a los equipos de salvamento un barrio determinado. A esa reunión acude el grupo ruso, que luego, sin embargo, escoge su ruta un poco a su aire, dejándose conducir por los alucinados habitantes de la ciudad.

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- ¡Ahí hay gente viva!

La calle es estrecha, pequeña, alfombrada de cascotes, estanterías destrozadas y ladrillos. A un lado, una casa dividida en dos, inverosímilmente inclinada. La gente señala un agujero estrecho que desprende un olor dulzón a cadáver. Los miembros del equipo ruso comienzan a abrirse paso. Son las cuatro de la tarde. Una multitud se arremolina alrededor. En otra casa contigua, chafada como si fuera de papel y alguien le hubiera golpeado con un mazo gigantesco, hay tres jóvenes haitianos subidos a un tejado inclinado y roto. Enarbolan una sierra, un pico y una cuerda. Gritan que ahí hay gente viva, pero se ríen mientras lo dicen.

Mientras, los rusos reptan como culebras por el agujero y se internan en el edificio. Lo que queda de la casa es un laberinto de casi dos pisos de cascotes y paredes y muebles que parece sostenido en el aire por un hilo invisible. Da la impresión de que un golpe de viento acabará por derrumbar todo ese andamiaje improvisado del que depende el agujero por el que siguen metiéndose los rusos.

- Hay dos personas: una chica y un niño, dice uno de los salvadores.

- Ahí vivían 15 personas, replica un vecino.

En la casa de enfrente, los tres jóvenes del tejado sacan del interior de una habitación un bote de champú y una cacerola vacía. Lo enseñan todo al gentío que les observa y siguen riéndose.

Con sus monos de otra época, sus cascos de obrero, sus zapatillas de deporte o sus botas de las de la mili de hace algunos años, los rusos no parecen el equipo de rescate más moderno ni mejor vestido del mundo. No llevan distintivos llamativos, ni logos de diseño, ni chalecos reflectantes a la última, como muchos de los grupos llegados a Haití de todos los rincones del planeta. Yuri es alto, fuerte, rubio, con un bigote de Axterix y una compulsiva ansia por fumar. Tiene 45 años y es de Moscú. Observa a sus compañeros maniobrar en la cueva en la que se ha convertido esa casa partida y confirma que dentro hay dos personas vivas. El sábado habían pasado cinco días desde el terremoto. En teoría, no debería haber nadie vivo, teniendo en cuenta el calor de estos días en Puerto Príncipe y el hecho de que no haya llovido, con lo que nadie aprisionado habría tenido acceso al agua.

- Hay dos personas: una mujer y un chico, dice Yuri, tirando el cigarro contra un resto de columna.

A las siete de la tarde ya es de noche. Los del champú y la cacerola ya se lo han llevado todo. Los rusos siguen abajo. Un revuelo enciende al equipo. Se oyen gritos en ruso desde el interior, chillidos. Un especialista se interna con una camilla.

De golpe, iluminada por un foco alimentado por un generador, subida a una camilla de metal, una chica de unos 15 años aparece por el agujero con los ojos echados para atrás, semiinconsciente, con la boca torcida, con el pelo emblanquecido por el polvo, con la camiseta amarilla manchada de barro. La cogen, la sacan a gritos y a empujones del callejón. La depositan en la avenida. La chica se sacude en una convulsión. Yuri grita en inglés "¡Agua! ¡agua! ¡que alguien traiga agua!" y milagrosamente aparece una bolsita de agua que alguien rasga, abre y vuelca sobre la boca de la enferma. Ésta se sacude de nuevo, se retuerce, tose, vomita, se queja, revive, vuelve a nacer: llora y dice en voz muy baja "Gracias a Dios, gracias a Dios". Alguien le pregunta si hay más personas vivas ahí debajo de su familia y responde: "No; estoy yo sola".

No es verdad. A unos metros de allí, Yuri, agotado, con el mono de soldador embadurnado de polvo, dice a sus compañeros, tan cansados como él:

- Me fumo el cigarro y sacamos al otro, ¿vale?

En una ciudad normal, la historia acabaría aquí. En Puerto Príncipe no, en Puerto Príncipe, estas historias no se terminan nunca. Un día después del rescate, la chica se encontraba tendida sobre una manta sucia, en un hospital improvisado sin médicos ni medicinas, emplazado en un lodazal, rodeada de basura. Una gallina marrón asquerosa picotea cerca de su cabeza.

A su lado languidece otra superviviente del terremoto de pelos alborotados y mirada de loca que perderá el pie derecho porque la herida se le ha gangrenado por falta de un antibiótico que en España casi se regala. La muchacha rescatada por Yuri enseña a quien le visita el vientre rojo de sangre y luego se tapa con una sábana sucia, torciendo la cara en un gesto de dolor. No hay calmantes. Nadie le ha dicho que tal vez su hermano esté en otro hospital, que tal vez esté vivo. No espera nada. No sabe nada. Sólo repite una cosa, y esta vez dice la verdad:

- No recuerdo nada. No tengo nada. Me duele mucho.

Miembros de un equipo de ayuda ruso rescatan a una chica que había quedado atrapada en el terremoto del pasado martes en Puerto Príncipe
Miembros de un equipo de ayuda ruso rescatan a una chica que había quedado atrapada en el terremoto del pasado martes en Puerto PríncipeGORKA LEJARCEGUI
Uno de los niños huérfanos rescatados de manos de una organización cristiana estadounidense que intentaba sacarlos de Haití.
Uno de los niños huérfanos rescatados de manos de una organización cristiana estadounidense que intentaba sacarlos de Haití.CRISTÓBAL MANUEL

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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