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Reportaje:

El 'museo de los horrores' de los opositores birmanos

Una asociación de presos políticos denuncia los abusos y torturas cometidos en las siniestras prisiones de la dictadura

Durante años, el preso Aung Kyat Do vivió con una extraña duda sobre uno de los castigos a los que sus carceleros le sometían en la prisión de Insein. Cuando los funcionarios le encadenaban al suelo de rodillas y lo exponían al duro sol de Birmania, Aung no sabía si era mejor que le cubrieran la cabeza con una capucha de tela o si era preferible que se la dejaran al sol. Ésa, dice Aung, era una de las cosas en las que gastaba 23 horas y 14 minutos de cada uno de los días que pasaba encerrado en una de las celdas de Insein.

"Creo que todo lo que pasaba allí era igual de malo. Menos los 46 minutos restantes, que utilizábamos para lavarnos y para comer". Aung fue encarcelado por el régimen militar que gobierna en Myanmar (antigua Birmania) en 1988, durante una revuelta popular estudiantil similar a la que se ha vivido estos días en la antigua capital del país, Yangon. Las protestas de entonces acabaron con 3.000 muertos y miles de detenidos que fueron distribuidos por 43 prisiones. A Aung le encerraron en la temida Insein y allí pasó 17 años hasta que el jefe de la Junta Militar, Than Shwe, le liberó en una amnistía general. "Sí, me liberó él, un buen hombre, ¿verdad?", ironiza.

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Su relato es más sobrecogedor en el lugar en el que lo cuenta, el centro de la Asociación de Ayuda a Presos Políticos, una especie de museo de los horrores que muestra toda la documentación que la disidencia ha podido recabar en los últimos años. Es sólo una pequeña sala de una casa en las afueras de la ciudad tailandesa de Mae Sot, a unos cuatro kilómetros de la frontera con Myanmar, pero todos los detalles han sido cuidados para explicar cómo se las gasta el régimen. Aung señala en una maqueta de la prisión de Insein los barracones en los que estuvo encarcelado; en otra, cómo vivían hacinadas hasta ocho personas en las celdas; luego las fotos de los disidentes asesinados; las de los monjes que fueron detenidos, y las de los estudiantes abatidos.

No han querido disimular la crudeza y por eso muestran una imagen de un niño tirado en el suelo con la cabeza abierta por un disparo, otra de un adolescente apaleado por los soldados y una en la que se ve a unos hombres arrodillados pidiendo clemencia ante quienes están a punto de dispararles. Bajo alguna de estas fotos se puede leer: "Todo el mundo puede ser detenido en cualquier momento".

"Ésta ha sido nuestra historia y la gente de todos los países tiene que conocerla. No debería repetirse, pero es lo que está pasando estos días, una vez más", señala Aung. Por aquel entonces, contaban con menos medios. Tenían imágenes, pero no llegaron a todos los rincones del mundo. "Ahora sí. Da lo mismo que el Gobierno pegue a los que llevan cámaras y se las quiten, da lo mismo que corten Internet".

El museo muestra también documentos que sirven para contar la historia mil veces contada de la habilidad humana para salirse con la suya incluso en las peores situaciones. Por ejemplo, cómo recibían miniperiódicos enrollados en filtros de cigarros. "El espíritu de la disidencia vive en las noticias que nos llegan de la gente que está presa y que no deja de luchar", afirma. Este pequeño hombre de Yangon tiene 40 años. Es extremadamente menudo, sin apenas arrugas en la piel, con unos ojos vidriosos y hundidos, una boca con varios dientes menos y una piel que transpira todo el rato. "Una vez cometí un error. No recuerdo qué, pero me mandaron al corredor de la muerte [el lugar donde se torturaba]. Me dejaron encadenado en la posición de rodillas y me dijeron que bajara la cabeza. Yo me arrodillé, pero en lugar de bajar la cabeza me quedé mirando al guardia. Me molieron a palos hasta que la agaché".

La represión del Ejército birmano sobre la población ha sido estudiada por la asociación de Aung con la edición de dos libros que recogen cientos de testimonios y fotos de los excesos carcelarios en Myanmar. La asociación trata de ayudar también a quienes, aunque ya libres, padecen secuelas de las húmedas celdas del país. Uno de esos libros, Ocho segundos de silencio, denuncia que en algunas prisiones también se practicó la tortura con electrochoque. "Fueron muchos los excesos que vivimos, pero me importan aún más los de ahora. Creo que esta vez sí nos van a escuchar. Los monjes han estado apoyándonos y la gente sabe lo que hacen los militares".

Cuando a Aung se le pregunta si no es demasiado optimista, este joven héroe de la resistencia en Birmania sonríe y dice: "He estado 17 años en un agujero y he salido vivo de allí. Cómo no voy a ser optimista". En la anterior matanza de Myanmar cayeron 3.000 personas. Las cifras oficiales de la actual revuelta hablan de tan sólo 16 muertos, algo que ha sido cuestionado por todos los organismos internacionales, que hablan de centenares de víctimas. "Da igual", concluye Aung, "esta vez lucharemos hasta el final". Su nombre significa en birmano ganador.

Un monje budista birmano protesta frente a la Embajada de Myanmar en Colombo.
Un monje budista birmano protesta frente a la Embajada de Myanmar en Colombo.REUTERS

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