También hay violencia en Costa Rica
El rápido aumento de las tasas de delincuencia hacen que la llamada Suiza centroamericana se identifique con la inseguridad que padecen sus vecinos
A los costarricenses no les ha quedado más remedio que mirarse en el mismo espejo de sus vecinos centroamericanos. El triste reflejo de la violencia y la inseguridad ha llegado tarde, pero contundente, a esta sociedad que acepta con algo de incredulidad lo que dicen sus ojos y los diarios cada mañana: un asesinato por día, un joven que mató a otro tras salir libre de 78 detenciones, un asalto cada dos horas frente al principal hospital del país y el relato del ministro de Hacienda sobre la noche en que lo encañonaron para robarle el auto nuevo. "El problema es real", ha debido admitir el presidente, Óscar Arias.
Hasta tal punto, que el Gobierno se vio obligado a convocar una reunión de emergencia con las más altas autoridades policiales y del Poder Judicial para buscar soluciones inmediatas contra la delincuencia o, al menos, respuestas para una sociedad que teme seguir el camino que han tomado Honduras, Guatemala y El Salvador, con el impulso de violencia heredada por las guerras de los años ochenta. Costa Rica, en contraste, recibe la ola de violencia como por generación espontánea, después de décadas de creerse la Suiza centroamericana y pensar que sus 51.000 kilómetros cuadrados eran una burbuja impermeable.
La tasa de delitos por cada 100.000 habitantes pasó de 135 en 1990 a 300 en la actualidad, mientras las agresiones se duplicaron y los asesinatos subieron un 50%, según las cifras oficiales, que coinciden con la creciente sensación de inseguridad reflejada en cada sondeo popular. Como promedio, cada día tiene su propio homicidio entre una población de menos de cinco millones, cada vez menos preocupada por el costo de la vida y más por su seguridad. Las casas enrejadas, los barrios cerrados y los rótulos de empresas de seguridad son ahora parte del paisaje urbano costarricense.
El martes 8 de enero tuvo su muerto: Douglas Dixon Lombardi. El joven, de 23 años, caminaba a media tarde por un barrio capitalino cuando se topó con otro que sacó un puñal, lo mató y huyó en bicicleta. Minutos después, el asesino se coló entre los curiosos y se expuso a que la policía lo detuviera por 79ª ocasión, debido a diversos delitos, desde que cumplió nueve años de edad. Las 78 veces anteriores había logrado salir en libertad, por garantías legales del sistema o porque simplemente logró escapar. Cuatro horas antes, un guardia murió tiroteado por dos asaltantes en una ferretería en Escazú, el cantón más rico del país.
Las autoridades no dudan en cargar parte de la culpa sobre los inmigrantes, especialmente los colombianos, tras detectar que al menos 1.000 de ellos actúan como cabecillas de bandas delictivas, en muchas ocasiones aprovechando la experiencia que les dejó su participación en la narcoguerrilla de Colombia.
El estilo de algunos asesinatos parece confirmarlo, como la forma en que murió un adolescente el pasado jueves en Limón, una ciudad portuaria del Caribe. Una motocicleta pasó por delante de su casa y el pasajero de la parte posterior acribilló con toda frialdad al menor, de 16 años, por un aparente conflicto entre bandas de narcotraficantes. Nadie en la zona sabe quién fue el asesino. Y si lo sabe, guarda silencio.
Aunque ajena a las pandillas llamadas maras que campean en el norte de Centroamérica, Costa Rica no está exenta de asociaciones juveniles y grupos con una organización más compleja que no siempre están en el negocio de la droga. Los asaltos violentos contra casas y vehículos son el pan de cada día.
El hampa atacó en 2007 a 17.000 familias y se apropió de casi 1.000 coches mediante el método del bajonazo (bloqueo de un vehículo con otro para robar a sus ocupantes), como el que sufrió el propio ministro de Hacienda, Guillermo Zúñiga, que la pasada semana autorizó un presupuesto extra del 26% para la policía judicial. Zúñiga perdió su nuevo Toyota todoterreno. Pero le importa poco, porque pudo ser peor si el asaltante encapuchado hubiera disparado el revólver contra él o su esposa mientras los mantenía tumbados en el suelo, con la cara contra el asfalto. "Confieso que antes casi no leía las noticias de las páginas de sucesos, veía como lejanos estos hechos", confesó el ministro al diario La Nación, que publicó un reportaje sobre otros seis miembros del Gabinete que han sufrido en sus carnes algún hecho delictivo y que ahora saben lo que antes sólo suponían. La lectura que se hace en las calles es simple: el crimen organizado sólo tenía que llegar a los políticos para que se dieran cuenta de que existía.
El Gobierno acaba de prometer más dinero para que la policía de investigación judicial duplique su número de agentes, para abrir tribunales que juzguen delitos menores (robos de objetos valorados en menos de 500 dólares carecen de pena) y para reforzar la llamada Fuerza Pública, el cuerpo policial que opera en este país, carente de Ejército. También impulsan reformas legales cuya aprobación podría tardar años, según los ritmos del Congreso. Y discursos. Y promesas. Y quizá dilemas ante una parte de la población que clama por políticas de mano dura, frente a otra que mira las chabolas y siente que ahí es donde realmente ha empezado Costa Rica a andar el camino que llevan adelantado sus vecinos centroamericanos.
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