Los esclavos de la panadería de Kartace
En un país tan castigado por la pobreza, el pan representa la dieta básica de millones de afganos
El día de las elecciones, cuando todos tenían miedo a las bombas de los talibanes, Abdul Shokon se despertó como de costumbre a las tres de la madrugada. Su trabajo desde hace 20 años es mezclar harina, agua, sal y levadura hasta formar una masa compacta. No necesita pesos ni medidas. Sus dedos conocen de memoria cada movimiento y la presión exacta que deben aplicar sobre la masa para lograr la base perfecta del nan-i-afghani, el pan nacional de Afganistán.
Aunque Shokon tiene 43 años parece bastante mayor. Trabaja en un sótano de una panadería del barrio Kartace, habitado por hazaras (tercera etnia en importancia del país y que desciende de los mongoles). El calor es intenso y apenas entra un halo de luz natural. Una bombilla apagada le recuerda que no saldrá hasta las nueve de la noche. Su jornada es de esclavitud: 17 horas a cambio de 450 afganis (nueve dólares). No tiene contrato ni días libres ni vacaciones pagadas ni un Estado que prometa una pensión para después de los 65. Tampoco un sindicato que lo ampare. Pero Shokon es afgano y tiene suerte: está vivo, sano y trabaja.
En la planta superior, como si se tratara de una clase social distinguida con derecho a vistas a la calle, cinco personas se sientan sobre unas alfombras desgastadas formando una cadena. Cada uno tiene su especialidad que repite día a día como un robot silencioso. Uno extrae 43 bolas de 300 gramos de peso de la masa creada en el subsuelo ayudándose de una vieja balanza. El segundo las espolvorea de harina para que un tercero las estire y marque el lomo con las púas de un peine ("está limpio", exclama desde una gran sonrisa). El cuarto les da la forma ovalada típica del nan-i-afghani golpeándolas contra una piedra y el quinto, asado de calor, hornea el trabajo de todos dentro de un agujero alimentado por gas: "Debe estar dos minutos. No necesito reloj. Me basta con mirar para saber cuándo está".
Hakim tiene 15 años y es el vendedor. Pese a la responsabilidad no vocea la mercancía ni importuna a los viandantes como hacen los camareros del Primer Mundo en los restaurantes malos para turistas armados con cartas en varios idiomas. Aquí, en Kartace hay mucha paciencia, la que da la altitud (Kabul está a 1.800 metros) y la fatalidad. Cada loncha cuesta cinco afganis (10 centavos). Hakim vende más de 2.000 al día. Con una caja diaria de unos 10.000 afganis, 200 dólares, se pueden pagar varios salarios de miseria y enriquecer al dueño. Lo llaman libre mercado. También capitalismo.
Los niños que deberían estar en la escuela son los encargados por los padres de ir a comprar el pan. Se les ve por las orillas de las calles de vuelta a casa con los brazos estirados transportando el cargamento. En un país tan castigado por la pobreza, el nan-i-afghani representa la dieta básica de millones de afganos que lo combinan con arroz y algo de carne, si hay suerte, a mediodía y con una taza de té por la noche. En Afganistán apenas hay gordos y los que están a la vista son policías de tráfico sobrealimentados por la mordida, extranjeros fondones y cerveceros (a escondidas) y políticos corruptos. Al menos, cuando llegue un Gobierno decente que decida hacer justicia será muy fácil saber quiénes son los criminales y quiénes las víctimas.
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