El cuento de los dos volcanes
Una de las explosiones más grandes de la historia moderna ha sido la del Krakatoa, entre las islas de Java y Sumatra, en 1883
En términos planetarios, lo que se abrió el mes pasado en el glaciar Eyjafjalla, cuando un volcán olvidado empezó a entrar en erupción después de 200 años de inactividad, fue sólo un minúsculo agujero. Pero por muy insignificante que haya podido ser en la estructura del planeta, millones de personas se han visto afectadas de inmediato.
Los vientos del Atlántico del Norte se movieron sólo unos pocos grados y una improvista catástrofe comercial se abatió sobre el norte de Europa: el tráfico aéreo paró perentoriamente, los cielos quedaron limpios de aviones que no podían volar por la riada de cenizas de sílice brutalmente corrosivas que produjo el volcán.
La última vez que el mundo se vio afectado por algo parecido fue en 1883, cuando otra pequeña abertura de la superficie de la tierra apareció en la isla de Krakatoa, entre Java y Sumatra, en lo que hoy es Indonesia. Unas 40.000 personas murieron por la erupción ya que fue un suceso mucho más intenso y en un sitio mucho más poblado. Las nubes de polvo que cayeron en cascada en la estratosfera afectaron a todo el planeta durante el resto del año. Pero con efectos en la naturaleza completamente distintos.
Si el volcán islandés ha desatado una ola de pánico de alta tecnología, la erupción de Java produjo algo benigno y realmente precioso: una exhibición global de luz y colores que redujo a la humanidad a un estado de sorpresa aturdida. Mientras que Islandia causó un choque, Java provocó sobrecogimiento. Y si las cenizas de Eyjafjalla parecen haber costado millones en pérdidas económicas, el polvo del Krakatoa dejó al mundo no sólo una herencia de arte inolvidable, sino que estimuló un descubrimiento fundamental en la ciencia de la atmósfera.
Los cielos en el otoño de 1883 cambiaron misteriosamente. La luna se volvió azul, a veces verde. Los bomberos de Nueva York y en otras zonas creyeron ver fuegos en la lejanía, causados por las nubes de polvo incandescente. Los vívidos atardeceres manchados por las cenizas y los horizontes teñidos de púrpura y salmón fueron memorables.
Los pintores hicieron lo posible para capturar lo que vieron. Un desconocido londinense llamado William Ascroft, impresionado por el espectáculo de la luz de la noche sobre el Támesis, pintó una acuarela cada 10 minutos, noche tras noche, trabajando como una cámara humana. Le sobrevivieron más de 500 cuadros del Krakatoa. "Arrebol de sangre", anotó en un lienzo, subrayando la magia hecha por los cristales refractivos de las cenizas; "arrebol de ámbar", anotó en otro.
Artistas más conocidos, como Frederic Church, de la escuela del Río Hudson, entraron también en acción. En diciembre, cuatro meses después de la explosión de Java, Church se fue desde Olana, con su castillo morisco cerca de Pougkeepsie, hasta el lago Ontario (Estado de Nueva York), y en una noche perfecta capturó los vividos púrpuras crepusculares sobre el hielo de la bahía de Chaumont, sabiendo - la ciencia ya lo sabía - que quien había pintado el cielo para él era un volcán a 10.000 kilómetros de distancia.
Y un cuadro aún más famoso habla también del Krakatoa: una reciente investigación sugiere que Edvard Munch pintó una década después El Grito mientras recordaba una noche en Oslo muy afectada por el polvo del volcán. Y efectivamente, los registros climáticos muestran que los cielos naranjas que aparecen detrás de la cara destrozada de horror, encajan perfectamente con los que se registraron aquel invierno en el sur de Noruega.
Pero no fue sólo el arte el que se benefició de los trillones de toneladas de cenizas de sílice del volcán. También la ciencia.
El polvo más pesado producido por el Krakatoa cayó lentamente sobre la tierra, cubriendo barcos y ciudades a miles de kilómetros de distancia. Pero las micropartículas nacidas de la boca del volcán no cayeron del todo. Se quedaron flotando en el aire durante años, manchando corrientes de los vientos que ni siquiera se conocían.
Los meteorólogos, anotando cuidadosamente cuándo los cielos de ciertas ciudades se inflamaban y se coloreaban por paso de las nubes altas, dibujaron un mapa que mostraba cómo estas corrientes se movían en torno al mundo. El primer nombre que utilizaron para el fenómeno fue "corriente de humo ecuatorial". Hoy en día es, naturalmente, la corriente en chorro, un descubrimiento que es quizá el más importante legado del Krakatoa. Es una herencia que, como el arte de los cielos nocturnos, permanece como algo más memorable que la cancelación de los vuelos en el aeropuerto de Londres, que será probablemente lo único que en la memoria colectiva quedará del pequeño volcán que rugió en el sur de Islandia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.