Torturadores sin castigo
Nada justificaría que quienes buscaron argumentos legales para perpetrar los crímenes fueran castigados si quienes ordenaron su ejecución y quienes los perpetraron no han sido castigados. Ésa es la conclusión práctica a la que ha llegado el Departamento de Justicia del Gobierno de Estados Unidos en relación con las torturas efectuadas contra sospechosos de terrorismo durante la presidencia de Bush por parte de agentes norteamericanos. Nadie ha perseguido ni perseguirá a los políticos que dieron la orden de buscar todos los resquicios legales posibles para practicar torturas sobre los detenidos, empezando por el ex presidente Bush y siguiendo con su vicepresidente, Dick Cheney, y su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El actual presidente, Barack Obama, señaló acerca de estas escabrosas cuestiones, pocas semanas después de llegar a la Casa Blanca, que no pensaba mirar hacia el pasado.
La exoneración de los abogados de Bush que autorizaron las torturas marca un punto final
Será muy difícil que alguno de los torturadores sea conducido ante los tribunales, aunque el actual secretario de Justicia, Eric Holder, ordenó en su día una investigación judicial sobre los métodos de interrogación de la CIA. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la agencia fue una de las primeras instituciones gubernamentales que solicitó a la Oficina de Asesoría Legal de la Casa Blanca que elaborara un dictamen proporcionando cobertura legal a sus interrogadores. Sucedió en un clima de pánico antiterrorista, que aprovecharon quienes querían reforzar los poderes del presidente, sustraerle del control del Parlamento y de la justicia, y contar con manos libres para detener indefinidamente e interrogar sin límites a los sospechosos.
Fueron los abogados de la Casa Blanca quienes, en vez de señalar a los políticos los límites de la ley, se dedicaron a forzar sus límites para dar a los interrogadores permiso legal para someter a los interrogados a largas privaciones de sueño, ahogamiento con agua hasta el límite de la asfixia, lanzamiento violento contra la pared o utilización intimidatoria de perros. Consiguieron, además, que juristas y políticos se enzarzaran en bizantinas e indecentes discusiones sobre los límites de la tortura.
La realidad se fue ocupando, en paralelo con los informes legales, de desbordar esas frágiles fronteras, puesto que los interrogadores que reciben este tipo de autorizaciones las interpretan como una carta blanca para actuar sobre los interrogados sin otro límite más que el evitar infligirles la muerte. De esta lamentable política contra los derechos humanos surgieron las torturas fotografiadas o filmadas de Abu Ghraib y las que no han dejado rastro perpetradas en las numerosas cárceles secretas abiertas por la CIA en distintos países.
En la Casa Blanca de Obama no hay unanimidad sobre los pecados del pasado. Algunos, como el director de la CIA Leon Panetta, quieren evitar cualquier acción que debilite a la agencia o desmoralice a sus agentes. Otros consideran que es imposible evitar el rendimiento de cuentas ante la justicia por parte de quienes han violado la ley desde el propio Gobierno. En caso contrario, aseguran, quedaría consagrado como un antecedente que sucesivos gobiernos podrían utilizar para regresar a estas prácticas repugnantes.
Ahora, el caso ha quedado zanjado favorablemente para los rábulas que justificaron las torturas, sobre todo John Choo Yoo y Jay Bybee, los dos juristas más preeminentes en estas sucias labores. El Departamento de Justicia ha decidido que no son "culpables de conductas incorrectas" a pesar de que utilizaron una forma de razonamiento legal errónea, por lo que no corresponde comunicar las faltas a sus respectivos colegios de abogados para que procedan a su castigo profesional.
Obama ha conseguido restaurar parcialmente el equilibrio entre seguridad y libertad gravemente perturbado por su predecesor. Pero está todavía muy lejos del simple cumplimiento de sus bellas y generosas promesas: Guantánamo todavía funciona; hay asesinatos selectivos en Afganistán y Pakistán; quedan cárceles secretas como la de Bagram, gemela de la de Guantánamo, en suelo afgano. La exoneración de Yoo y Bybee, en consonancia con tales prácticas, huele a punto final en la rendición de cuentas por las responsabilidades de Bush y los suyos. Hasta aquí ha llegado la ilusión creada por el orador inspirado que ganó las elecciones en noviembre de 2008.
(Bush se enfangó en estas monstruosidades porque creía que así protegía a sus conciudadanos frente al terrorismo. Son conocidos los efectos de tales políticas, principalmente sobre la imagen y la voluntad de ejemplaridad ante los regímenes que atentan sistemáticamente contra los derechos humanos. Distinto es el caso de Cuba, donde son sus ciudadanos quienes se hallan desprotegidos ante el terrorismo practicado por el Estado. Si hay que pedir cuentas por quienes cubrieron legalmente, ordenaron o practicaron torturas sobre extranjeros sospechosos de terrorismo, ¿cómo no habría que pedir cuentas y exigir reparaciones de los dirigentes de un Gobierno que tortura directamente a sus ciudadanos, sólo porque sospecha que disienten de las opiniones de los torturadores?)
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