Rusia reclama el siglo XVIII
El Siglo de las Luces se proyecta aún hoy sobre el mundo occidental con poderosa influencia. Si en España solo dio de sí en el siglo XIX para las guerras liberal-carlistas, que mal cerró la Restauración; en Inglaterra, en cambio, se vio coronado por dos grandes reformas electorales (1832 y 1868), que anunciaban la democracia; en Alemania alumbró una vía intermedia -el Sonderweg-; en Francia inició la era contemporánea con la revolución de 1789; e incluso en la descolgada Rusia tuvo consecuencias.
En 1825 estalló la revolución de los liberales decembristas, sofocada por el zarismo; en 1861 el autócrata Alejandro II consideró prudente soltar lastre liberando al campesinado de una servidumbre medieval; y en 1905 un ensayo de revolución tuvo que ser ahogada en sangre, pese a lo que generó otro retroceso menor del absolutismo: la legislación que condujo a las primeras Dumas y un balbuceante parlamentarismo. El siglo XIX fue, aún más significativamente, el de Tolstoi, cuya novela Resurrección podría servir de metáfora contemporánea a la protesta popular en Rusia; el de Turgueniev, crítico de una aristocracia que formaba parte de aquella Europa de las Luces; y, más que ningún otro, del joven idealista de El jardín de los cerezos, Anton Chéjov. Todos ellos podrían estar hoy en las calles de Moscú clamando contra la democracia vigilada del primer ministro Vladímir Batman Putin y su acomodaticio Dimitri Robin Medvedev. Y si no hubiera elegido el atajo del marxismo, rebautizado leninista, Vladímir Ilich también habría estado allí, como europeísta que era, pero difícilmente acompañado por Dostoievski, nacional paneslavista de extrema derecha.
El seguimiento político a Putin ha entrado en recesión en las últimas elecciones legislativas
Tras ese siglo XIX, el periodo bolchevique constituyó, pese a sus mejores intenciones, un paréntesis para la bipolaridad. Rusia se encaminaba en los años que precedieron a la Gran Guerra hacia lo que el comunismo llamaría democracia burguesa y hoy, simplemente, democracia occidental, etapa que Lenin se quiso saltar para edificar impacientemente el comunismo desde que puso el pie en 1917 en la estación Finlandia, de Moscú.
A la autodestrucción de la URSS en 1991, siguió la transición alcoholizada pero ávida de democracia de Boris Yeltsin, que ofreció al país lo más inicuo del capitalismo sin casi ninguno de sus grandes respiraderos. Así fue como un nuevo zar, experto en manipulaciones pre y poselectorales, pudo ser recibido como el Mesías de la estabilidad y de la recuperación económica. Su seguimiento, que llegó a reunir a más del 50% de la opinión, entró, sin embargo, en recesión en las recientes elecciones legislativas. Y lo que es más notable, no pocos de los que se manifiestan contra la estafa electoral pueden haber sido hasta hace poco votantes de esa misma estabilidad. Clases medias, profesionales liberales -todo lo contrario de las revueltas del hambre en el norte de África- forman las huestes de lo que Tocqueville identificó como el nervio central de la Revolución, aquellos que habiendo mejorado de status, no ven razón alguna para que ese progreso no esté servido por nuevas y mayores libertades individuales.
Comparar conmociones sociales coetáneas siempre resulta muy agradecido. Entre los indignados de la Puerta del Sol, Wall Street y Londres, o los revolucionarios de Tahrir nunca faltará algo en común: el rechazo de lo presente, cualesquiera que sean la ira y los objetivos de los que protestan. Pero entre el mundo árabe y el eslavo las diferencias son de fondo. Rusia, aún con su desfase de la historia europea, puede reclamarse de un pasado que ilustraron Gran Bretaña y Francia; donde estén Voltaire y Diderot, no faltarán Newton, Darwin o Adam Smith. Y, en cambio, el Islam árabe, por mucho que una parte de sus actuales revolucionarios quiera sinceramente adoptar el ordenamiento político occidental, no puede olvidar que esas dos potencias europeas fueron en el siglo XIX los grandes agentes de la conquista colonial, y sus intelectuales, los profetas y propagandistas del orientalismo, la visión del otro que pulverizó Edward Said. Por eso, los indignados de El Cairo, los sacrificados de Damasco y los sublevados de Bengasi, tienen que reinventarse un pasado que les conduzca a algún tipo de democracia, lo que no es el caso de los rusos.
La modernización que desencadenó en Rusia Pedro el Grande a comienzos del siglo XVIII, y de la que le complacería que se le considerara epígono a Putin, tiene ya otros candidatos. En marzo habrá elecciones presidenciales para las que el primer ministro sigue siendo favorito. Pero el siglo XVIII seguramente no ha dicho todavía la última palabra.
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