Arquitecto y crítico de la revolución
Tras ser el sucesor designado del ayatolá Jomeini, Hosein Alí Montazerí fue apartado del poder político porque su "sentido del deber religioso" le llevó a denunciar el intento de "imponer la dictadura en nombre del islam"
La desaparición de Hosein Alí Montazerí, muerto el pasado domingo a los 87 años, supone el fin de una era en Irán. El gran ayatolá, uno de los pocos ulemas chiíes en alcanzar ese rango, fue tanto uno de los arquitectos de la República Islámica como uno de sus principales críticos. Tras ser el sucesor designado del ayatolá Jomeini, Montazerí fue apartado del poder político porque su "sentido del deber religioso" le llevó a denunciar el intento de "imponer la dictadura en nombre del islam".
Nacido en una modesta familia de agricultores de Nayafabad (Isfahán), Montazerí fue enviado al seminario provincial con apenas 10 años. A los 17, se trasladó a Qom para estudiar Teología. Allí tuvo de profesor a Jomeini, con quien sintonizó enseguida y a quien apoyó en las protestas contra la campaña de occidentalización que el Sha lanzó a principios de los años sesenta. Aquel activismo le valió ser detenido y torturado en varias ocasiones.
Durante el exilio de Jomeini (1964-1979), fue su representante en Irán. Al regreso del líder con el triunfo de la revolución, se convirtió en su mano derecha. Participó en la redacción de la Constitución, que consagró la supervisión clerical de la política (velayat-e-faqih). "Es el fruto de mi vida", llegó a decir Jomeini. Sin embargo, no toleró sus críticas contra las ejecuciones masivas de opositores y le apartó de la sucesión en favor del actual líder supremo, Alí Jameneí.
Montazerí se retiró a la ciudad santa de Qom, donde se dedicó a enseñar teología. El alejamiento de la vida política no silenció su voz. Aunque había sido uno de los teóricos del velayat-e-faqih, empezó a cuestionar los poderes del líder supremo. Según él, fue un error que la Constitución le atribuyera la última palabra en los asuntos de Estado, debía limitarse a las cuestiones religiosas y a asegurarse de que las leyes fueran conforme al islam.
Jameneí, a quien superaba en la jerarquía religiosa, lo tomó como un ataque personal y en 1997 ordenó su arresto domiciliario. Le prohibió enseñar, hizo que se borrara su nombre de los libros de texto, e incluso cambió las placas de varias calles que se le habían dedicado. La propaganda oficial se dedicó a minimizar su importancia, tratándole como un "clérigo simple".
Cuanto más le marginaba el régimen, más crecía su popularidad. Muchos iraníes se sintieron identificados cuando criticó al presidente Mohamed Jatamí por su falta de firmeza en las reformas. Y a pesar de su edad y su delicado estado de salud (padecía diabetes, asma y arteriosclerosis), libró su última batalla en defensa de la "legitimidad de la Revolución Islámica" contra la reelección de Mahmud Ahmadineyad, que calificó de fraudulenta en una fetua. También denunció la represión de las protestas poselectorales y advirtió de que "podía llevar a la caída del régimen".
Poco se sabe de su vida privada, más allá de que padeció la dosis de tragedia que parece acompañar a cada familia iraní. Uno de sus hijos murió en un atentado contra la sede del Partido de la República Islámica en 1981. Otro perdió un ojo en 1985 durante la guerra contra Irak, y un nieto murió un año más tarde en ese mismo conflicto.
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