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Reportaje:

Arafat ya es sólo mito

El 'rais' muere tras haber creado una nación, pese al fracaso de su proyecto de Estado palestino

Su íntimo adversario, el laborista israelí Simón Peres, lo dijo a EL PAÍS cuando Yasir Arafat asumía la presidencia de la Autoridad Palestina: "Es el jefe de un movimiento, que habrá de convertirse en estadista". En estos últimos años en que el rais cautivo de Ramala ha encarnado la autonomía palestina, Israel no ha permitido que ésta haya sido más que un poliedro político de geometría más que variable, gaseosa; cuyo futuro mantiene cuidadosamente a buen recaudo, no sea que llegue un día a existir; y cuyo presente ha dinamitado a conciencia, colonizando el territorio, asesinando selectivamente a inocentes y culpables y tratando de erradicar hasta los últimos vestigios de sociedad civil organizada. La Autoridad Palestina no es hoy más que una ruina. ¿Ha sido, entonces, la tumultuosa vida de Arafat apenas un fracaso? Para contestar a ello hay que recorrer esa doble presencia del líder palestino, primero jefe guerrillero, y luego, gobernante de sólo un espejismo, que muere sin realizar su sueño de presidir un Estado palestino independiente.

Tuvo su mejor momento ante la ONU, en 1974, cuando ofreció a Israel la "paz de los valientes"
Medio mundo le criticó en 1991 por haber unido su suerte a la del sanguinario Sadam
Fue agitador de masas y jefe guerrillero, y luego, gobernante de un espejismo
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Oficialmente, Mohamed Abad Aruf Arafat vino al mundo el 24 de agosto de 1929, según unos en El Cairo y según otros en Jerusalén. El líder de un pueblo nace un día de marzo de 1968. Egipto, Siria y Jordania han sido militarmente barridos en la guerra de 1967, en la que Israel arrebata a Ammán Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este. La representación del mundo palestino yace en el arroyo; Nasser es ya el titán derrotado que fallecerá dos años después de angustia y de diabetes, y la OLP, creada en 1964 por un feudatario del presidente egipcio, puede reclamar para sí ese derecho sólo si halla al héroe disponible y necesario. En la aldea de Karame -dignidad, en árabe-, territorio jordano, Arafat decide plantar cara con unos cientos de hombres y algún apoyo artillero de Jordania a un contingente israelí de blindados y fuerte cobertura aérea. El valor no se le discute. Al cabo de denodados combates, el Tsahal se retira con 36 cadáveres y docenas de heridos colmando sus alforjas; poco importa que haya causado mucho más daño que el sufrido; los guerrilleros han llenado el vacío dejado por los Estados árabes vecinos, mortecina imagen de impotencia.

Un tipo cercano ya a la cuarentena, apenas mediana estatura, ojos saltones de persistencia hipnótica o fijeza monotemática, medios materiales allegados en Kuwait como contratista de obras, y contextura tan ascética que no se le conocen otros apetitos humanos que los nacionales palestinos, se convierte en el jefe de una banda que sólo por el terror se siente capaz de inquietar a Israel. Es una OLP renovada, cuya presidencia Arafat asume a comienzos de 1969. Igual valor, pero ninguna previsión militar o logística demostrará el futuro rais ante la razzia masiva del Ejército jordano en septiembre de 1970. Parece que busque, desdeñoso, la muerte, destino, sin embargo, que encuentran más de 3.000 de sus partidarios, que resisten varios días en Ammán a los soldados beduinos de Hussein. Pero la organización palestina sufre la expulsión violenta de Jordania.

La derrota ante un ejército incomparablemente más débil que el israelí y la evidencia de que la vía de los atentados terroristas le granjea escasas simpatías en el mundo, sólo puede hacer que la OLP se reflote en una acción progresivamente decantada a la política. Ante la Asamblea General de la ONU, julio de 1974, Arafat vive lo que muchos consideran su mejor hora. Con una rama de olivo en una mano y la otra acariciando una cartuchera prudentemente desierta, ofrece a Israel "la paz de los valientes" o el combate a ultranza. Pero Israel, en cualquiera de sus manifestaciones de izquierda o de derecha, hace tiempo que ha decidido lo que quiere. Y así, después de que en marzo de 1979 el líder ultraderechista israelí Menájem Beguin firme con el presidente Sadat una paz que aleja para siempre a Egipto del campo de batalla, un general, en el desempeño del ministerio de Defensa, cree llegado el momento de exterminar al movimiento palestino. El 5 de junio de 1982 comienza la operación de busca y captura de Yasir Arafat, por otro nombre, guerra e invasión del Líbano. Ésa es la respuesta de un Ariel Sharon creciente.

En el jefe palestino, como en otros líderes del mundo árabe, hay un perceptible déficit emocional en su trato con Washington; un apetito de reconocimiento norteamericano, concebido casi como un componente necesario de su propia identidad; ése ha sido el caso de Anuar Sadat, el de las cartas encabezadas con un "Dear Henry", al entonces secretario de Estado, Henry Kissinger, cuando éste desplegaba todas sus dotes artísticas para separar a El Cairo de la OLP, y aislar al movimiento palestino; o el del líder iraquí, Sadam Husein, que se convenció de que "había llegado" cuando vio que Estados Unidos lo elegía como muro de contención contra Teherán, en la I Guerra del Golfo (1980-88). Arafat mueve, por ello, sus peones en los años ochenta para alcanzar la anhelada aprobación de Washington, no sólo porque, correctamente, piensa que ahí está la clave del diálogo con Jerusalén, sino por una perentoria urgencia personal. Ser recibido en la Casa Blanca sería como el diploma de fin de curso para alumno tan aplicado.

En agosto de 1990, Irak invade Kuwait, y George Bush, padre del actual presidente norteamericano, organiza una vasta coalición que obliga a retirarse al Ejército de Sadam. Arafat ha apoyado al presidente iraquí hasta el último momento y medio mundo le critica por haber aliado su suerte a la del sanguinario dictador. Pero el palestino sabe mejor que sus detractores lo que tiene entre manos. Su pueblo, para el que ha sido como un cardiólogo de tanto que lo ha auscultado, le habría hecho pagar cara la neutralidad porque ve en el iraquí al único jefe árabe que se opone con las armas a Israel. Pero esa operación le enemista con las monarquías petroleras, que dejan de financiar al amigo de sus enemigos y una OLP arruinada, expulsada en 1982 de Líbano, sin una URSS que la conforte, y con su incipiente diálogo con Washington suspendido a divinis, tiene que agarrar cualquier oportunidad de resurrección al vuelo. O eso cree Arafat cuando, si bien sólo como parte de la delegación jordana, manda a un equipo palestino a negociar con Israel en la Conferencia de Madrid, fin de octubre de 1991. Y una serie de rebotes subterráneos, llamados negociación de Oslo -que han sido posibles sólo tras la victoria laborista en las elecciones de noviembre de 1992- parece que cambia la suerte del líder palestino. El 13 de septiembre de 1993 Arafat, junto con el primer ministro israelí Isaac Rabin, asiste a la firma en Washington de un acuerdo marco por el que la OLP y el Estado sionista se reconocen mutuamente, comprometiéndose a negociar en el plazo de cinco años una paz plena. Arafat ya tiene billete de entrada al Despacho Oval.

Es la hora del estadista. La fiesta en los jardines de la Casa Blanca, firma solemne, césped inmaculado, impecable caligrafía televisada al mundo entero, lo dicen todo. Rabin, adusto, estrechando la mano del palestino como quien pasa el peor trago de su vida, y Arafat, sonriendo y brincando a diestro y siniestro, de una sinceridad tan natural como improbable. Israel no ha firmado nada excepto un alto el fuego y, por ello, continuará llenando de colonos Cisjordania, y la OLP lo ha entregado todo: el reconocimiento que legitima ante el mundo árabe la existencia del odiado y temido Estado sionista.

La historia de las negociaciones, que entonces comienzan, muestra cuán prematuro era el alborozo. La Autoridad Palestina, para cuya presidencia ha sido elegido democráticamente el ex jefe guerrillero, sólo está plenamente instalada en 1996, pero apenas tiene jurisdicción sobre el 10% de los territorios ocupados. El 4 de noviembre anterior, sin embargo, ha muerto asesinado por un judío ultra el premier Rabin, acusado de vender la patria a una banda de terroristas. Es como una señal, y el horror integrista de Hamás -organización creada durante la primera revuelta palestina, o Intifada, en 1987- se desencadena en las vísperas electorales de Israel, facilitando la llegada al poder de la derecha.

En junio de 1996 comienza una alternancia de poder entre el Likud, nacionalista extremo, y el laborismo, nacionalista vergonzante, que dura hasta la actualidad. Al laborista Simón Peres le sucede el hipernacionalista Benjamín Netanyahu, y a éste, el izquierdista táctico Ehud Barak, para rematar gobernación en marzo de 2001 con el derechista estratégico Ariel Sharon. Desde esa victoria del Likud, Arafat es ya sólo la pavesa de un líder.

Cabe especular con qué habría pasado si el rais hubiera tenido enfrente a una dirigencia israelí dispuesta a hacer verdaderos sacrificios -la evacuación a las líneas de 1967- en vez de obsesionada por cobrar los dividendos territoriales de la guerra. La visión beatífica de la historia asegura que de haber vivido Rabin no se habría producido el presente descenso a los infiernos, pero, con los sucesores del general asesinado Arafat ha predicado en el desierto pidiendo la retirada de los territorios, tal como estipulan las resoluciones 242 y 338 de la ONU, así como una solución negociada para los millones de refugiados palestinos, expulsados de su tierra en precedentes guerras.Pero la diabólica secuencia de acontecimientos es otra: Israel acumula colonos en Cisjordania y la Jerusalén árabe, que son ya casi medio millón a finales de 2003; Hamás y Yihad Islámica encuentran en ello suficiente pretexto para la masacre indiscriminada de civiles, y, por último, el Tsahal destruye todo lo palestino alrededor. Ante esa situación, el rais, si no apoya, sí consiente el desencadenamiento del terror, porque actuar contra el integrismo sin ninguna contrapartida israelí habría sido tan suicida como el proceder de los agentes de Hamás.

La gran oportunidad supuestamente perdida por Arafat se da en julio de 2000 en el segundo retiro de Camp David -donde también se reunieron Sadat y Beguin en 1978- cuando rechaza una oferta, sin embargo, nunca plenamente concretada de Barak, que gran parte de la prensa internacional pronto califica de "la mejor que nunca pueda hacer un dirigente de Israel". Esa joya consiste en poco más de un 80% de Cisjordania, y aún con el territorio dividido en numerosos cantones aislados, algún barrio periférico de Jerusalén Este, y ningún retorno de los refugiados -a lo que también urge una resolución de la ONU-. Pero, muy al contrario, ésa es una nueva hora de realismo para Arafat, porque su firma le habría condenado para siempre ante el pueblo palestino.

El 11-S, la atrocidad de las Torres Gemelas, reparte al rais una última carta también negativa. Sharon logra que Bush II se alinee como una fotocopia de las posiciones israelíes. El terrorismo palestino, dice el primer ministro, no es sino un avatar del terrorismo islamista antioccidental, y, de añadidura, consigue que el líder norteamericano le firme una carta en la que, por primera vez en la historia, Washington admite que Israel pueda retener sin canje territorial alguno parte de Cisjordania y todo Jerusalén. Y, para remate, Bush y Sharon decretan que Arafat ya no es interlocutor para la paz, básicamente, por haber dicho que no a Clinton-Barak, y porque no podía o quería actuar contra el terrorismo palestino; es decir, que el que pide lo que manda la ONU es un apestado, y el que se mofa de sus resoluciones, es el que sí vale para negociar.

A todo ello Arafat opone una sonrisa cadavérica e indescifrable. Nada puede hacer que rompa con EE UU, ni siquiera que EE UU ya lo haya hecho con él. Nombra a un primer ministro -dos en un año- y con eso da por cumplidas las exigencias norteamericanas de reforma, y luego no deja que gobierne. Sólo quiere durar. La segunda Intifada, comenzada a fin de septiembre de 2000, no ha logrado sino acelerar y cubrir la brutal represión israelí, y la Autoridad Palestina se sume en un caos de corrupción y clientelismo. Arafat gobierna por el soborno de sus oponentes y la sinecura reservada a sus partidarios. Ha desembarcado en 1994 en los territorios con docenas de miles de tunecinos, que le han servido los últimos años en su exilio tras la expulsión de Beirut.

Ésa es la base de un poder que hoy no pasa de esquelética metáfora. A su muerte, sin embargo, todo el pueblo palestino coincide en llorar al hombre indiscutible, guerrillero insuficiente, estadista demediado, que creó, sin embargo, una nación. El hombre con materia prima de líder; táctica forjada en mil batallas; y gesto para hipnotizar la grandeza.Y ahí es donde yerra su anciano colega Simón Peres: Arafat es hoy un mito; mucho más que un estadista.

El líder palestino escribía el pasado agosto sentado en una sala de  su oficina de la ciudad palestina de Ramala.
El líder palestino escribía el pasado agosto sentado en una sala de su oficina de la ciudad palestina de Ramala.AP

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