Adiós, Irak
Novena y última entrega del diario de la enviada especial de EL PAÍS en la que narra su despedida de Bagdad
Salir de Irak requiere casi tanta logística como llegar. Si uno se pasa de los diez días de estancia que concede el visado, debe solicitar un permiso de salida al departamento de extranjería del Ministerio de Interior. Y luego hay que organizar el traslado al aeropuerto. Las empresas de seguridad llegaron a cobrar 6.000 euros por trayecto. Ahora que la tormenta de tiros ha amainado, hay taxis autorizados para cruzar los controles que te llevan por 60, pero aún resulta conveniente pedir referencias.
El embajador español, Francisco Elías de Tejada, se ha ofrecido a llevarme. En Bagdad eso es mucho más que una cortesía. Además de garantizarme una charla interesante durante el camino, supone compartir la protección de su coche blindado y del equipo de geos que le custodia. También se gana un tiempo precioso porque a su lado se suavizan los controles.
A pesar de ese privilegio, una vez en el aeropuerto se ha agudizado el vacío que llevaba sintiendo todos estos días. Por primera vez en mucho tiempo, mi amigo Ali Shaban no estaba allí para despedirme a pie de pista.
El hombre que en lo peor de las sanciones era capaz de encontrar una botella de vino para celebrar mi visita, que me ofreció su casa cuando las tropas estadounidenses entraron en Bagdad y una banda de combatientes rondaba sospechosamente el hotel Palestina, y que me libró de una emboscada insurgente contra soldados estadounidenses en la que nos vimos atrapados cerca de Samarra, se murió el verano pasado. Su corazón no aguantó el desgarro violento de su país.
Ya en el avión, cuando he mirado por la ventanilla y he visto la pasarela vacía, me he dado cuenta de que para mí Bagdad nunca volverá a ser la misma sin su presencia.
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