Un mal precedente
La operación más difícil y de más éxito de la que ha sido protagonista la sociedad española en toda su historia constitucional ha sido la construcción del Estado de las autonomías. Nunca en nuestra historia anterior hemos tenido un Estado tan legítimo y tan eficaz como el que ahora tenemos. Y nunca lo habíamos tenido porque nunca habíamos sido capaces de incorporar las diversas nacionalidades y regiones que integran España a un proyecto político común. Miquel Roca lo expresó de manera insuperable en el debate constituyente: "Desde mi perspectiva nacionalista no puedo dejar de constatar, no sin emoción, que hoy coincidimos todos en la voluntad de poner fin a un Estado centralista; coincidimos todos en alcanzar por la vía de la autonomía un nuevo sentido de la unidad política de España" (cursivas mías).
El tribunal no debió prestarse a participar en una operación de naturaleza política
Este ha sido el secreto del éxito del Estado de las autonomías. La coincidencia generalizada en que el ejercicio del derecho de autonomía tenía que ser simultáneamente un fortalecimiento de la unidad política del Estado español. Y así ha sido. Desde la entrada en vigor de la Constitución, las comunidades autónomas se han afirmado como unos centros de poder formidables, pero su fortalecimiento ha conducido a un fortalecimiento del Estado. Nunca, ni hacia dentro ni hacia fuera, España ha dispuesto de un Estado como el que tiene hoy, que no solamente no ha tenido que suspender la vigencia de la Constitución en ningún momento en ninguna parte del territorio, a pesar de una presión terrorista múltiple y de una ferocidad extraordinaria, sino que además ha tenido una presencia internacional acorde con su tamaño.
En general, este es el secreto del éxito de todos los Estados políticamente descentralizados. Si el fortalecimiento de los Estados miembros supone un debilitamiento de la Federación, no hay Estado federal que pueda sobrevivir. El fortalecimiento de las partes tiene que suponer simultáneamente el fortalecimiento del todo. De lo contrario, el Estado se descompone.
En España hemos hecho esto a lo largo de estos últimos treinta y dos años. En ningún momento la manifestación de voluntad estatuyente de una nacionalidad o región se ha considerado anticonstitucional, incluso cuando efectivamente lo era, como ocurrió con Andalucía tras el resultado del referéndum del 28 de febrero de 1980. Para que Andalucía pudiera constituirse en comunidad autónoma por la vía del artículo 151 CE, se hizo una modificación inequívocamente anticonstitucional de la Ley Orgánica de distintas modalidades de referéndum. Nadie la recurrió ante el Tribunal Constitucional y con ello se hicieron posible los Pactos Autonómicos de 1981, a través de los cuales se impuso la estructura del Estado que ahora tenemos. Gobernaba UCD.
El Estado de las autonomías se ha construido desde la confianza entre las partes y el todo, desde la coincidencia en que la manifestación de voluntad estatuyente conformada de acuerdo con el procedimiento para manifestar dicha voluntad previsto en la Constitución no podía estar en contradicción con la voluntad constituyente. Y con la voluntad política de que este principio de confianza se impusiera incluso cuando se presentaba algún problema constitucionalmente irresoluble, como ocurrió en Andalucía. Esto es lo que ha quebrado, en primer lugar y sobre todo, con la interposición del recurso de inconstitucionalidad contra la reforma del Estatuto de autonomía para Cataluña por parte del PP, pero también con la sentencia del Tribunal Constitucional.
La reforma nunca debió ser recurrida y la propia sentencia dictada por el Tribunal Constitucional es una buena prueba de ello. Básicamente, el Tribunal Constitucional ha desautorizado la impugnación global que el PP hacía en su recurso, reduciendo extraordinariamente el alcance de la anticonstitucionalidad denunciada. La sentencia supone objetivamente un aval a la constitucionalidad del Estatuto.
Pero el Tribunal Constitucional no ha debido prestarse a participar en una operación de naturaleza política, aunque disfrazada de recurso jurídico, destinada a sembrar la desconfianza en el resto de España respecto del ejercicio del derecho a la autonomía por la nacionalidad catalana. Podía haberlo hecho perfectamente, renunciando a interiorizar un conflicto que materialmente no era jurídico sino político, y actuando de esta manera hubiera aumentado al mismo tiempo su legitimidad como máximo intérprete de la Constitución. Ha hecho justamente lo contrario y con ello no solamente ha disminuido su estatura como órgano constitucional, sino que además ha sentado un muy mal precedente para el funcionamiento en el futuro del Estado de las autonomías.
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