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Columna
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Periodismo sin causa

Los defensores de todas las causas andan siempre reclamando el compromiso activo de la prensa, quieren enrolar a los medios de comunicación al servicio de esa empresa. Lo mismo da quienes se afanan en la lucha contra el sida, que los empeñados en la supresión de las barreras arquitectónicas, que los defensores del transporte público, que los antinucleares, que los partidarios de las energías limpias, que los profesores de lenguas clásicas, que los investigadores, que los editores, que los de acción contra el hambre, que los entregados a la erradicación de la malaria o que los hermanos de San Juan de Dios. Todos endosan la responsabilidad de los desastres a los medios de comunicación, se quejan de la desatención de la prensa hacia las justas causas de los pueblos oprimidos. Todos consideran que si tuvieran el favor de la prensa, si encontraran el eco merecido en sus páginas, la causa que ellos abanderan se abriría paso y lograría prosperar.

La sociedad que se deja entretener por la prensa envilecida va hacia la esclavitud

De forma que los periodistas están siempre solicitados para que desempeñen el papel de promotores, para que ofrezcan espacios de mayor relevancia a los asuntos con causa, como la cinta roja de los juzgados indica la prioridad de atención debida a las causas con preso. Pero esa solicitud sólo puede satisfacerse postergando a su vez otros asuntos que compiten por ese mismo privilegio. Porque sabemos que la atención es un bien escaso. De la imposibilidad de dar satisfacción a esa ingente demanda, resulta que todas las causas se sienten huérfanas del apoyo que en buena ley deberían recibir. Además, hay una hipersensibilidad característica de los beligerantes en busca de espacio público, según la cual, el elogio, incluso el más desmesurado, es siempre escaso, y la crítica, por muy benévola que sea, se percibe como excesiva.

En todo caso, como explica Eugenio Trías en su libro Tratado de la pasión hay sujetos que bajo esos efectos entran en un estado de entontecimiento cegador, mientras que a otros les provoca arrastres de la más extremada lucidez. Así sucede también en los periódicos, a los que debe negarse indulgencia alguna cuando al enamorarse de sus propias noticias acaban aturdidos y contagiando de aturdimiento a sus lectores. Porque los periódicos deben en última instancia cultivar la tendencia que les haga independientes incluso de sus propietarios y de sus periodistas. De modo que al procesar sus noticias, también las más exclusivas, deben hacerlo respetando las pautas de ponderación que merece siempre su audiencia. Porque la exclusividad en absoluto confiere de antemano a una información el valor de un titular en primera página a seis columnas. Porque muy por delante de esos aspavientos, destinados tal vez a elevar la moral de la propia tropa periodística, están los deberes imprescriptibles con aquellos a quienes el periódico se dirige.

Nos queda el ejemplo de Albert Camus en Combat, donde se negó a ejercer un poder injusto, resistió la tentación de banalizar la distribución de censuras y elogios y se opuso al culto de la moda y al espíritu de la época, además de desautorizar la denigración convertida en sistema. Supo siempre que la información decisiva exige la apuesta por interesar al lector y conseguir su fidelidad, haciéndole pensar sin halagar nunca el gusto por la pereza y la vulgaridad. Tuvo claro que una injusticia no se repara con otra y que la compasión para con la víctima en ocasiones amenaza con convertirnos en verdugos. En resumen, sucede como ha escrito el último de sus biógrafos, Jean Daniel, que todo cuanto degrada realmente la cultura acorta la distancia que nos separa de la servidumbre y que una sociedad que soporta ser entretenida por una prensa envilecida se desliza hacia la esclavitud, aunque lo haga en medio de las protestas de las personas que están contribuyendo a ese proceso.

Todo lo anterior para nada empece que odiemos ver una bendición en el fracaso, ni tampoco que con Camus enumeremos entre las desviaciones del periodismo el sometimiento al poder del dinero, la obsesión por agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago a los peores instintos, el gancho sensacionalista y la vulgaridad tipográfica. Es decir, el desprecio a los interlocutores. Aquellos órganos de prensa escrita que se vean arrumbados a la playa de la insignificancia, en expresión de Julio Cerón, no podrán culpar al viento de la historia o de las nuevas tecnologías, sino al abandono de su misión. Es decir, a su dimisión.

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