Apuesta desequilibrada: proliferación o desarme
Barack Obama sueña con liquidar las armas nucleares. Corea del Norte prepara un nuevo desafío. Irán busca, por vía nuclear, garantías de seguridad y reconocimiento como líder regional. Mientras tanto, recordemos que la nuclear es la amenaza más brutal (y la más improbable) de todas, con nueve países que ya poseen esa inigualable capacidad destructiva -estimada en unas 20.000 cabezas- y con otros que se afanan en adquirirla. Mirando hacia el futuro, cabe plantearse si el desarme total es realista o si la proliferación nuclear es imparable.
En primer lugar hay que señalar el error de los augurios de hace tres décadas, que anunciaban no menos de 20 potencias nucleares al inicio de este siglo. Por imperfectos que sean los instrumentos creados para frenar la carrera hacia el suicidio colectivo, es preciso reconocerle alguna virtud al Tratado de No Proliferación (TNP, 1968), con vigencia indefinida desde 1995, y a su principal vigilante (el Organismo Internacional de la Energía Atómica, OIEA), para evitar una proliferación tecnológica y económicamente al alcance de decenas de países. En esa línea, aunque sólo en un plano bilateral, rusos y estadounidenses han firmado acuerdos de control de armas y de desarme (como el START I, que toca a su fin en diciembre) que han reducido significativamente sus arsenales. Es una lástima que Francia, Reino Unido y China no los hayan imitado (y mucho menos aún Israel, Pakistán, India o Corea del Norte), pero eso no ha impedido que existan zonas libres de estas armas -como la que dibuja el Tratado de Pelindaba, desde 1996, para África-; algo impensable aún en el Mediterráneo. Sensibles a diferentes presiones, países tan distintos como Argentina, España o Suecia han abandonado ese camino antes de llegar a puerto, y otros, como Suráfrica, han destruido lo que tenían o lo han cambiado por dinero fresco (Ucrania). Si se añade que, afortunadamente, esas armas sólo fueron empleadas una vez como remate (criticable) estadounidense a la II Guerra Mundial, y que hoy hay nuevos mecanismos de control (la Iniciativa de Seguridad contra la Proliferación sería la más novedosa) y otros a la espera (como el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, desde 1996), cabría concluir que hablamos de unos ingenios condenados irremediablemente a los museos (del horror).
Sería preferible esforzarse en actualizar las reglas de juego
Sin embargo, una rápida mirada al impulso proliferador de hoy obliga a modular tal juicio. Conscientes de que su posesión significa mayor peso internacional y mayor capacidad disuasoria frente a ataques externos, cada vez más países ansían entrar en tan exclusivo club. Si, además, las consecuencias de vivir al margen del TNP -como hacen Israel, India y Pakistán- son nulas y las de violarlo y abandonarlo -como Pyongyang- apenas provocan costes reales, no extrañará que varios de sus firmantes insistan en ese rumbo desestabilizador.
No menos preocupante es el comportamiento de las cinco potencias nucleares reconocidas, incumplidoras sistemáticas del TNP, al transferir conocimientos, tecnología y materiales a algunos de sus aliados, sin recordar que están obligadas al desarme propio. Así, Washington -violando su propia legislación- premia a Nueva Delhi con un acuerdo que le permite mantener fuera de control externo su arsenal nuclear. Francia, por su parte, se vuelca en encontrar nuevos mercados para su gigante nuclear (Areva) en países árabo-musulmanes, más interesados en contrarrestar la deriva iraní que en atender sus necesidades energéticas.
Sorprende la fuerza que conservan las obsoletas visiones de la guerra fría. Washington se resiste a renunciar a su estrategia de primer golpe y sólo promete reevaluar su desestabilizador escudo antimisiles. París prefiere creerse realmente soberano con su estrategia tout azimut sin entender, como debería hacer también Londres, que mientras no se den pasos reales hacia el desarme nuclear global será muy difícil presionar efectivamente a los nuevos proliferadores. Moscú y Pekín se afanan en la modernización de sus arsenales, creyendo que así garantizan su estatuto de grandes potencias. Ninguno de ellos, en definitiva, está dispuesto hoy a abandonar ese camino, por equivocado que sea.
Esa atracción nuclear también afecta a algunos grupos terroristas, aunque la probabilidad de que lleguen a sus manos es muy remota, si se piensa que su hipotético uso dejaría una huella inequívoca sobre su procedencia, lo que supondría una represalia que ningún Gobierno nacional (donante o vendedor) querrá racionalmente asumir.
Por si lo anterior no fuera suficiente para desequilibrar la balanza a favor de la apuesta proliferadora, aún cabe mencionar la paradoja de que, cuanto más avance el desarme, más relevantes se hacen los pequeños arsenales que ahora poseen potencias nucleares menores, haciendo más decisiva cualquier cabeza nuclear que se consiga esconder. En esas condiciones, y asumiendo que la inspección y la verificación son, por definición, imperfectas, ¿es realista pensar que las grandes potencias asumirán el riesgo de verse sorprendidas por quien haya logrado burlar la vigilancia?
En resumen, más que plantear un objetivo hoy inalcanzable, sería preferible esforzarse en actualizar las reglas de un juego en el que vamos a seguir metidos durante bastante tiempo.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).
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