Un tipo increíble
Pocas veces dos años dieron para tanto. Fue el tiempo que Mirza estuvo en el Real Madrid, pero en ese breve espacio dejó tantas cosas que le hizo insensible al olvido. Al de todos los que tuvimos la suerte de compartir vestuario con él, a los que durante dos temporadas se acercaron al Pabellón y disfrutaron de su juego, al de cualquiera que de una u otra manera se cruzó en su camino.
Mirza era ante todo un persona elegante. En su juego y en su vida. En la forma en que trataba la pelota y también en los modos y las maneras de entender las relaciones humanas. Como jugador, no fue el que más títulos ganó, ganando muchos. En la lista de míticos jugadores yugoslavos siempre aparece detrás de los Cosic, Kikanovic, Dalipagic, Petrovic o Kukoc. No era un portento físico, no se cuidaba al 100%, no estaba dispuesto a todo por ser el número uno. Pero nadie, ni antes ni después, supo desarrollar el baloncesto con la clase, finura y elegancia que él atesoraba. Mientras la mayoría nos poníamos el traje de faena y las manchas de sudor nos delataban, Mirza jugaba con un traje de Armani impoluto, al que no hacía ni una mísera arruga después de disputar 40 minutos.
Gran pasador, magnífico dominador de la pelota, todo quedaba empequeñecido cuando se elevaba para tirar a canasta. Durante una décima de segundo se quedaba quieto y se convertía en una estatua perfecta. Su longilíneo cuerpo tieso como una estaca, la mano formando el maravilloso y exacto ángulo de 90 grados, ése que ves en los manuales de baloncesto y que cuesta tanto observarlo en vivo, la mano arropando lo justo el balón para que cogiese la fuerza y dirección exacta. La foto era inmejorable.
Pero Mirza no se quedaba en eso, en una foto para enmarcar o en un estilo de libro. Además, era un ganador, un jugador en el sentido más amplio de la palabra, que tenía el físico y el talento ideal para el baloncesto, pero que conseguía hacer mejores a todos los que jugábamos con él. No sólo eso, sino que también demostraba que la obligación de ganar no estaba reñida con el disfrute de su búsqueda.
Si jugar con él y admirarlo hasta en los entrenamientos fue una bendición, vivir, viajar y disfrutar de su compañía supuso una de las experiencias más gratificantes que podemos contar de aquellos años. Su adaptación al equipo, a las personas que lo formábamos, a la idiosincrasia hispana, a las siestas, al mus ( 'a la mano con un pimiento', una de sus frases favoritas), a la cervecita despues de entrenarse, a disfrutar de la vida, al Madrid, a reír siempre, incluso cuando no tienes ganas, fue tan alucinante que nunca dejó de sorprendernos. Pero también, y eso es lo difícil, era grande como persona. Sensible hacia todos y hacia todo. Cariñoso, entrañable, irónico.
Murió hace bastante, desde que decidió que la vida, su vida, ya no merecía la pena vivirse. Pero incluso entonces mantuvo su compostura, su natural elegancia. Destrozado por dentro y por fuera, era de lo poco que le quedaba. Pero el final es lo de menos. Nadie nos podrá quitar nunca el placer de habernos encontrado con un tipo increíble. Mirza, a la muerte con un pimiento.
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