Ocho huellas imborrables
El Barça de Guardiola persigue a los equipos que mejor juego practicaron
Al inicio, se le exigían títulos para poder compararlo con el dream team de Johan Cruyff. El Barça de Pep Guardiola arrasaba, negociaba con la pelota y no con los rivales. Ahora, con el triplete (Copa, Liga y Champions) en el zurrón, ha entrado en la historia, al igual que el Celtic (1967), el Ajax (1972), el PSV (1988) y el Manchester United (1999). Pero ninguno alcanzó un fútbol tan bello. El tiempo dirá si el Barça de Guardiola se empareja con los ocho equipos que sí dejaron una huella imborrable.
La máquina de River (1941-1945)
A Héctor Sacandoli se lo aclararon al perder la pelota en dos controles con el pecho. "Che, pájaro, ¿por qué no te pones un clavo en la pechera?", le soltó Néstor Rossi, cinco del mejor River, que brilló desde 1941 hasta 1945. "La Máquina de River", le bautizó Ricardo Lorenzo, Borocotó, un periodista de El Gráfico, asombrado por el quinteto de Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, que desplegaron un fútbol de movimientos y asociación.
Juerguista, aficionado al tango y las noches, el quinteto resultaba delicioso con el cuero en los pies. "No pensábamos en hacer goles al rival. Eso salía solo", aseguró antes de morir Muñoz. De ahí, que les llamaran los caballeros de la angustia, más pendientes de su juego de claqué que de romper redes contrarias. Muñoz, que driblaba a un rival y lo esperaba para repetir el truco, gobernaba la banda derecha. El Charro Moreno era bohemio, parrandero e hincha de Boca. Un medio que robaba, distribuía y lanzaba regates de fantasía. El Maestro Pedernera era el alma del equipo. Fue un segundo punta excelente gracias a sus pases interiores y su pegada, además de fundar el sindicato de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA) para encabezar la huelga histórica de 1948, que se enfrentó a la política de Perón. El Feo Labruna, segundo máximo goleador del club (292), por detrás de Arsenio Pastor Erico (293), era más provocador: cuando saltaba a la Bombonera (Boca), se tapaba la nariz con los dedos de la mano en clara alusión a los bosteros. Y Chapulín Loustau era el pequeño extremo izquierdo de velocidad endiablada.
El quinteto, que sólo coincidió en 18 partidos, ganó la Liga en 1941, 1942 y 1945 y se quedó segundo en 1943 y 1944. Néstor Rossi resumió todo: "Quien no pasa la pelota al pie es mala persona".
El Honved y los mágicos magiares (1949-1955)
Mientras disputaban en San Mamés un duelo de la Copa de Europa contra el Athletic, los jugadores del Honved escuchaban horrorizados las noticias de Hungría. Había estallado la invasión soviética. En la vuelta, por si acaso, jugaron en Bruselas. Varios (Puskas, Bozsik, Kocsis o Czibor), que ganaron cinco de las siete Ligas entre 1949 y 1955, no regresaron al país. Jugaban con toques precisos y enfocaban el marco rival con saña y movilidad. Algo que trasladaron a la selección húngara, que dejó un sello perenne. Es el primer equipo perdedor que se retiene en la memoria colectiva.
Los 110.000 espectadores de Wembley enmudecieron el 25 de noviembre de 1953, cuando el Aranycsapat (equipo de oro) humilló a la Inglaterra de Stanley Matthews y Alf Ramsey: 3-6 y primera derrota inglesa en suelo británico. La vuelta, exigida por el orgullo inglés, se resolvió por 7-1, liderada Hungría por los puntas Hidegkuti, Kocsis y Puskas, acompañados por Czibor y Grosics y dirigidos por Gustav Sebes. Dos resultados que ensalzaron el dominio húngaro, iniciado en 1952 con el laurel olímpico y sellado con 32 partidos seguidos -28 victorias y 144 goles- sin perder. Hasta el Mundial de Suiza 1954.
Los magiares alcanzaron la final (5,40 goles por partido) tras eliminar en los cuartos a Brasil en La batalla de Berna. Hubo tres expulsados y se repartieron tantos puñetazos como botellas al aire. Pero se hundieron en la final, sin apoyo en las gradas -los húngaros no pudieron pasar la frontera porque las autoridades temían que no volvieran- ante la antigua República Federal de Alemania (3-2), algunos de cuyos jugadores se recuperaron en el hospital. Entonces no se hablaba de dopaje.
El Madrid de Di Stéfano (1956-1960)
En un polémico litigio entre el Barça y el Madrid, salió airoso el club de Santiago Bernabéu. Fichó a La Saeta Rubia, que cogió el tren de Barcelona a Madrid, se comió un filete y salió a jugar un amistoso contra el Nancy. Marcó un gol, pero la gente le vio gordo y surgieron dudas. Las primeras y las únicas. "Nunca le vi jugar mal", recordaba Gento. Seis meses después, marcó cuatro goles al Barça y arrancó la mejor época del Madrid con cinco Copas de Europa (1956-1960) consecutivas.
La idea del Madrid era clara. "Si nos meten dos, les metemos cuatro", resumía Di Stéfano. Aunque muchos destacaron, como Joselito, Olsen, Molowny, Muñoz o Del Sol, la ofensiva que quedó para la historia fue Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento.
Napoleón Kopa era el regate, la finta imprevisible. El argentino Rial, de enlace, lanzaba a todos con sus pases de tiralíneas. Cañoncito Pum Puskas, siempre con sobrepeso, le pegaba a la bola como nadie y fue cuatro veces pichichi. "Maneja el balón con la zurda mejor que yo con la mano", le reconoció Di Stéfano. Y Gento, La Galerna del Cantábrico, corría que se las pelaba y se frenaba en seco como nadie. Pero Di Stéfano, que marcó en las cinco finales europeas, era el alma. "Fue el primer jugador total. Era delantero, pero organizaba el juego y defendía", apunta Luis Suárez. "El más completo de la historia", añadió en su día Gento. La obra maestra fue la final de 1960 ante el Eintracht de Francfort (7-3) con cuatro goles de Puskas y tres de Di Stéfano. La mejor final de la historia.
El Santos de Pelé (1955-1964)
Agarró el balón en su área, se libró de seis rivales con un túnel incluido y batió de tiro ajustado al portero del Fluminense. Es uno de los mejores goles narrados, pero jamás visto porque no existen imágenes. Fue en 1961, bajo la firma de Edson Arantes do Nascimento, Pelé. Por entonces, su Santos funcionaba como un reloj, con 21 títulos en 15 años (de 1959 a 1973), y obtuvo cinco Ligas seguidas (1961-1965), dos Copas Libertadores (1962 y 1963) y dos Intercontinentales (1962 y 1963).
Era El Ballet Blanco, un equipo que se defendía atacando. Una vanguardia terrible: Dorval, Mengalvio, Pagão (Coutinho), Pelé y Pepe. Con la conducción de Pelé, las diagonales y las revolucionarias tabelinhas (paredes) en el balcón del área, el equipo marcaba goles como roscas. Hubo un contratiempo esperado, cuando Pagão, Pierna de Cristal, dejó de jugar por las lesiones. Pero Lula, el técnico que perdió el nombre del equipo en beneficio del 10 -el Santos de Pelé-, evidenció sus dotes de ojeador al fichar al Genio del Área Coutinho, que se convertiría en el mejor socio de O Rei Pelé. También brillaba Pepe, que tenía cañones por piernas. Y resaltaban Zito, Mauro, Carlos Alberto, Clodoaldo o Gilmar.
El nivel real del equipo lo indicó su éxito al ganar la Copa Intercontinental de 1962 -dos partidos estelares de Pelé- al Benfica de Eusebio y la de 1963 al Milan de Maldini, Trappatoni, Amarildo o Rivera.
Brasil, campeón mundial en México (1970)
No llegó a la cita en su mejor momento, pero practicó un fútbol espectacular, con triangulaciones, imprimiendo una velocidad endiablada a la pelota y participando todos del ataque. La jugada la inició el delantero Tostão, por detrás de su propia zaga. Tras varios pases y 75 metros, el lateral Carlos Alberto disparó a gol. Era la final del Mundial de México 1970 ante Italia (4-1). "Es el mejor equipo de la historia. Invencible", recuerda el italiano Riva.
Brasil alcanzó México envuelto en dudas. El técnico debía ser Joo Saldanha, a quien se le ocurrió discutir la titularidad de Pelé y perdió el puesto en beneficio de Mario Lobo Zagallo, según decidió el dictador Garrastazu Médici. A Zagallo le acusaron de inexperto por no recorrerse Europa para estudiar a los rivales como su predecesor y de conservador por llevarse futbolistas consagrados pero mayores. Brasil tenía a cinco dieces: Jairzinho (Botafogo), Gerson (São Paulo), Tostão (Cruceiro), Pelé (Santos) y Rivelino (Corinthians). De ahí que fueran miles de personas al primer entrenamiento para interrumpirlo a la caza de besos, autógrafos o zamarras. Zagallo consiguió que le cambiaran el estadio Providencia por el de Jalisco, además de entrenar a puerta cerrada.
Para Brasil cada partido tuvo magia, con Pelé omnipresente. Ante Checoslovaquia, lanzó un obús desde la medular que casi acaba en gol. Contra Inglaterra, Banks le hizo la parada imposible al poner la mano a un testarazo picado. "Ese partido debería ser obligatorio en las escuelas de fútbol", diría después Bobby Charlton. Frente a Rumania y Perú destacaron los otros, con Gerson manejando los hilos, con las llegadas de Tostão, los disparos de Rivelino y la resolución de Jairzinho. Pero Pelé regresó ante Uruguay y casi marcó un gol antológico al regatear sin balón al meta Mazurkievic. E Italia. Por ganar, los jugadores recibieron el equivalente a 300 euros de hoy. "Una pequeñez comparado con la satisfacción de ser campeones del mundo", reflexionó irónico Tostão.
El Ajax de Cruyff (1969-1973)
Acorralados por la defensa cuadriculada y las contras del Milan, el Ajax perdió la Copa de Europa de 1969. Pero ya nadie detendría al por entonces equipo modesto que enseñó el fútbol total a Holanda, un país despreocupado por el balón y atento a la bolsa. El Ajax conquistó Europa los tres años siguientes con Neeskens, Krol, Rep o Blakenburg, además de los técnicos Rinus Michels y Stefan Kovacs. La estrella: Cruyff.
Aunque no inventó los conceptos, sí que los aunó con éxito. Michels exigió un fútbol de toque, de vocación ofensiva y obsesión por poseer la pelota. El cuero era el actor principal; lo jugaba hasta el portero. El campo se ampliaba con extremos abiertos y laterales que doblaban. Mühren y Keizer corrían por los flancos, Haan y Neeskens repartían el balón a las alas y Cruyff y Blankeburg, punto y final de las jugadas, reculaban para ayudar en la construcción. Imposiciones solventadas por la condición física que imponía Michels. En 1971, el portero Stuy estuvo 1.082 minutos sin recibir un gol. Al curso siguiente, Michels dejó el cargo para irse al Barça y Kovacs, el relevo, añadió creatividad y disciplina.
El primer triunfo europeo llegó en 1971 al batir al Panathinaikos, que tiró de las nuevas normas, como la tanda de penaltis -en vez de lanzar una moneda al aire-, para llegar a la final. En el curso siguiente logró el triplete tras doblegar al Inter. Los goles fueron de Cruyff, el genio fue Keizer y los futbolistas se llevaron 1.800 euros por cabeza. El tercero se obtuvo al vencer a la Juve. Los jugadores, que celebraron el título en la Plaza Dam (Ámsterdam), regalaron a Kovacs un coche como despedida. Cruyff se marchó al Barça y se difuminó el equipo. Quizá porque el nuevo técnico, George Knobel, no mantuvo el estilo ni la alineación tipo.
La Naranja Mecánica
de Michels (1974)
Holanda llegó al Mundial de Alemania 1974 para transmitir el fútbol total del Ajax con el técnico, Michels, y jugadores como el libero Krol, que se sumaba al ataque; la flecha Rep o la zurda de Rensenbrink. El distintivo era, de nuevo, Cruyff. Otra selección que, como la de Brasil 70, perdura en la memoria pese a perder la final.
Desde que rodó el balón, todos se fijaron en cómo detener a un equipo que sólo alineaba a dos jugadores que militaban fuera de su país: Cruyff (Barça) y Rensenbrink (Anderlecht). Gracias a la preparación física y la disciplina, que le valieron los apodos de General o Mister Mármol, Michels demostró que el fútbol era un mecanismo de asociación, donde el balón cobra protagonismo capital y todos atacan. Su juego le valió el apelativo de La Naranja Mecánica. "Holanda-Argentina (4-0) fue el mejor partido de la historia", asegura Louis van Gaal. "¡Sacá, sacá!", le gritaba Perfumo a su meta, Carnevali. "Tranquilo, que nos lo quitan muy rápido", respondió éste. "Sentí impotencia y pensé que me quería morir", recuerda Wolf, que se llevó una felicitación de Cruyff por ser el único en cruzar la medular en el primer acto.
"Llegó un momento en el que, en vez de meter el balón, jugábamos a ver quién le daba a la cruceta", confiesa Cruyff. Pero en la final todo se torció, como que la organización negó entradas a hinchas holandeses. Y eso que no empezó mal: una jugada de 15 pases y un penalti a Cruyff. Fue la última acción de El Flaco, que tuvo en Vogts, por orden de Beckenbauer, una lapa. A Vogts le bautizaron Der Terrier. Y Alemania giró el resultado (2-1).
El Milan de Sacchi
(1988-1990)
Silvio Berlusconi intuyó en 1987 que el técnico del Parma podía ser la clave. "¿Cómo se llama?", cuestionó después de que le eliminara de la Coppa. "Arrigo Sacchi", le contestaron. Y le fichó. Ahí empezó el reinado del Milan, que ganó dos Copas de Europa (1989 y 1990), dos Intercontinentales (1989 y 1990), dos Supercopas (1989 y 1990), un Scudetto (1988) y una Coppa (1988). El libero Baresi colocaba a los compañeros con la mirada, el lateral Maldini era la envidia de todos, el medio Rijkaard siempre estaba en el sitio correcto, el volante ofensivo Gullit llegaba como nadie, y el mejor ariete, Van Basten, culminaba lo que empezaba Baresi.
Sacchi se negó a jugar al catenaccio, estilo identificativo de Italia y llevado al extremo por Trapattoni. Ello le valió todo tipo de apelativos, resumido en el de Don Nadie. Pero su 4-4-2 se convirtió en infalible. Medios atletas, líneas compactas, un delantero estupendo y defensa zonal, más cerca del centro del campo que del portero. "¡Milan!", gritaba Baresi, y el equipo ejercía la presión. O aplicaba el fuera de juego. Sonoras fueron las eliminaciones europeas a La Quinta del Buitre (hubo un 5-0 en San Siro). "Ellos son muy buenos. Nosotros, un equipo", resolvió Sacchi.
El que peor lo asimiló fue Van Basten. Tras perder el primer partido, el holandés le criticó. En el segundo, le sentó y le dijo: "Ahora que estás en el banquillo, dime lo que hago mal". O como ese día que se pegó un entrenamiento explicándole movimientos y, ya en el comedor, Van Basten gritó: "Mientras como, no me hable". El equipo se derrumbó rápido. Quizá porque el sistema de Sacchi exigía mucho compromiso y una pieza incorrecta desajustaba el entramado de trampas tácticas.
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