El corte del bordillo
Armstrong y su amigo Hincapié organizan un abanico de 41s contra Contador y otros favoritos
La primera vez que el Tour llegó a La Grande Motte, a esos blancos apartamentos piramidales que a todo aquel que recorra Francia en autopista llaman la atención camino de Nîmes, soplaba el viento de cara y el pelotón se lo tomó con calma. Fue en 1969, año I de la era Merckx. A mitad de la etapa, Lévitan, el patrón del Tour, viendo que el retraso del pelotón se acercaba a las dos horas, con lo que se quedaría sin tele en directo, tomo una decisión insólita: ordenó a los coches de los equipos que se pusieran en cabeza y autorizó a los corredores a que se agarraran para ser transportados a toda velocidad. Cumplieron con el horario, toda Francia vio en directo el triunfo del sprinter belga Reybroek y el Tour siguió adelante. Pocos días después, Merckx ganó el primero de sus cinco Tours.
El ciclismo volvió a ser el de las alianzas raras, el de los campeones soberbios
La tercera vez que el Tour visitó La Grande Motte, esa acumulación de balnearios en torno a una playa del Mediterráneo al borde la Camarga, ayer mismo, soplaba el viento de cara, el pelotón se lo tomó con calma y mediada la etapa ya acumulaba dos horas de retraso. Ya no andan los tiempos, con cámaras vigilando 24 horas al día, para trucos de tahúr, pero tampoco fue necesario, bastó con la rabia de un campeón herido, de un tejano cabezota y orgulloso que quiere ganar su octavo Tour, para movilizar al pelotón y convertir el final de una etapa más con una victoria más del inevitable Cavendish en 30 kilómetros de frenesí y hermoso caos en los que el ciclismo volvió a ser el que tanto se añora, el de las alianzas raras, el de los campeones soberbios, el de las traiciones que dividían a las aficiones en bandos irreconciliables, el de los Tours de la época de las selecciones nacionales que obligaban a cohabitar a ases que no renunciaban a nada, Coppi-Bartali, Anquetil-Rivière, Bahamontes-Loroño, o a los equipos comerciales que acumulaban figuras, Hinault-Fignon, Hinault-LeMond, Armstrong-Contador.
Bastó eso, que se juntaran el Armstrong que ha regresado para curarse el síndrome Bahamontes buscando una victoria para encontrar, por fin, la derrota, y que confunde el silencio de Contador -"¿por qué no quiere hablar conmigo?", se pregunta-, con un ligero cambio de brisa, una isleta en medio de una rotonda y George Hincapié al frente, para que al grito de fuera caretas el plácido sur de Francia veraniego se convirtiera en un campo de batalla en que si los pensamientos fueran cuchillos habría corrido la sangre como en un río. Todo porque Armstrong quiere ganar el Tour y busca todos los medios de lograrlo.
Algunos genios pintan relojes blandos que se derriten al sol, otros, Armstrong, han hecho del reloj, contra el reloj, el duro corazón de su vida. Hasta que llega un momento en que otro, Contador, por ejemplo, es más duro aún. Como en 2004, cuando temía que Mayo le derrotara en la montaña y se deshizo de él con una emboscada en el pavés de Roubaix, así ahora, cuando comprueba que Contador no sólo es superior a él en la montaña sino también contra el reloj; y como entonces, como hace cinco años, en colaboración con su viejo amigo Hincapié, el que le abría el paso sobre el pavés como un Moisés abriendo las aguas del mar Rojo, organizó un número en una rotonda, el único territorio de expresión que le queda.
Poco importa que Hincapié esté ahora en otro equipo, el intocable Columbia, mejor aún: no necesitaría crear un cisma en su equipo más allá de lo necesario. Si no hubiera estado Armstrong delante, el corte del bordillo, el del estrechamiento de la carretera que los 20 primeros pudieron solventar saltando por la acera, no habría tenido sentido. ¿Para qué iba a machacarse los Columbia como si les fuera la vida en ello si también tendrían prácticamente garantizada la victoria de etapa con Cavendish llegando el pelotón completo? ¿Por qué no había más favoritos delante -no estaban ni Sastre, ni Andy Schleck, pero sí Cancellara, ni Evans ni Menchov- si no es porque todos pensaban que lo que se dirimía era una cuestión interna, Obama-Hillary, las primarias del Astana?
A 15 kilómetros del final, la diferencia apenas superaba los 20s. Insuficientes para desbancar a Contador del liderato del equipo, que estaba a 22s. Entonces, Popovich, quien con Zubeldia eran sus compañeros de equipo, le hizo un gesto con la mano, girándola. Una pregunta: "¿Entramos a tirar?" Entraron y la ventaja acabó en 41s. Si hoy, en la contrarreloj por equipos, el Astana aventaja al Saxo por más de 40s y al Columbia por más de 7s, Armstrong volverá, cuatro años después, a vestir el maillot amarillo. Ese símbolo y la mirada de superioridad que le lanzaría anoche en la cena -"¿qué, chaval?, que he ganado siete Tours estando siempre delante..."- al chico de Pinto serán casi seguro todo lo que consiga a cambio de transformar una etapa de modorra en un día de nervios y belleza.
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