Rodolfo Walsh, o cómo no ser el hombre cualquiera
El 25 de marzo de 1977, al llegar a la parada de ómnibus de una terminal popular y tumultuosa de la ciudad de Buenos Aires, Rodolfo Walsh (escritor, periodista, argentino), se volvió y saludó a Lilia Ferreyra, su mujer de los últimos diez años, con quien esperaba reencontrarse al día siguiente. Ambos llevaban, listas para ser despachadas por correo, copias de un texto en el que él había trabajado los últimos tres meses.
El 24 de marzo de 1977 -un día antes- se había cumplido un año desde que un golpe militar instalara en la Argentina una dictadura sanguinaria y Walsh decía, en ese texto, algunas cosas al respecto. Aquella mañana saludó a su mujer, despachó los sobres dirigidos a diarios y revistas y marchó a una cita con un compañero del grupo Montoneros, una organización armada a la que Walsh pertenecía con el cargo de oficial 2º y el alias de Esteban desde 1973. Eran poco más de las dos de la tarde. Llegó -vivo- hasta algún sitio en la avenida San Juan. Se sabe que lo emboscaron militares del Ejército, que sacó su pistola calibre 22, que lo mataron ahí mismo.
La tarde anterior, cuando nada de todo eso había sucedido, en la casa con jardín donde vivía con Lilia, Walsh había esparcido semillas de lechuga, las primeras de la huerta que planeaba. Después, había hecho lo de cada noche: cargado las pistolas, montado las granadas de fabricación casera que dejaba en la mesa de luz. En algún momento, había mencionado un plan simple: "Quisiera plantar una doble hilera de álamos plateados desde la entrada a la casa. Cuando el viento mueve las hojas, suenan como lluvia fina".
Entre todas las cosas que dejó sin hacer (y eso incluye volver a escribir ficción como quería) hay una doble hilera de álamos plateados que no existe, una huerta de lechugas secas para siempre.
Nacido en 1927 en Choele Choel, una localidad de la provincia patagónica de Río Negro, a los 17 años Walsh empezó a trabajar, en Buenos Aires, en la editorial Hachette, primero como corrector de pruebas y después como traductor de un género que sería, también, el de sus primeros cuentos: el policial. En 1950 un relato suyo resultó ganador en un concurso organizado por la revista Vea y lea. Se casó, tuvo dos hijas: María Victoria (Vicky) y Patricia. En 1953 publicó su primer libro (Variaciones en rojo, tres relatos policiales largos) y su primera nota periodística -un artículo sobre Ambroce Bierce- en una revista llamada Leoplán. En 1954 el suplemento cultural de La Nación publicó un artículo suyo sobre el género policial.
En 1955 Walsh era todas estas cosas: traductor del inglés, padre de dos hijas, jugador de ajedrez, ex militante de la Alianza Libertadora Nacionalista (una agrupación de derecha), partidario de la Revolución Libertadora (una coalición cívico-militar que había derrocado a Perón ese año) y, sobre todo, alguien que quería ser escritor.
La política no era su preocupación, la justicia no era su prioridad y el periodismo de investigación no era su interés.
Un año más tarde cada una de esas frases era su exacta viceversa.
No hay detalles de la metamorfosis. Pero debió ser una metamorfosis impactante.
Cuando Walsh escribió Operación masacre -el libro que ahora publica 451 editores en España y que se señala como la verdadera fundación del non-fiction, puesto que existió ocho años antes que A sangre fría, de Truman Capote- no lo hizo para ser un héroe.
Lo diría después, en una entrevista de los años ?60, con la impiedad elegante con que hablaba de sí: "Hay un sentimiento básico de indignación, de solidaridad frente a tanta injusticia. Pero supongo que no todo fue tan noble y tan claro. Yo recién empezaba a hacer periodismo y no es extraño que influyera en mi la posibilidad de una gran nota".
El 9 de junio de 1956 militares nacionalistas partidarios de Perón intentaron una insurrección, contra el gobierno de la Revolución Libertadora, que fue desbaratada. Bajo el imperio de la ley marcial, el Estado fusiló a muchos. Entre ellos, a un grupo de civiles reunidos en un departamento de la localidad de Florida que estaban allí, en su mayoría, sin más intención que la de escuchar una pelea de boxeo. Detenidos sin explicaciones, fueron conducidos a un basural y fusilados. Cinco murieron, siete -heridos de maneras horrendas, transformados en peligrosas pruebas vivas de una matanza por parte de Estado- lograron escapar. Meses después uno de esos sobrevivientes, Juan Carlos Livraga, se presentó en la justicia para denunciarlo todo.
La noche del 18 de diciembre de 1956 Rodolfo Walsh tomaba cerveza en un bar cuando un amigo le susurró la frase que iba a cambiarle la vida: "Hay un fusilado que vive". Tres días más tarde, Walsh se encontró por primera vez con Juan Carlos Livraga.
Después, la metamorfosis. No hay mucha huella. Debió ser impresionante.
"No sé qué es lo que consigue atraparme de esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga. Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado", escribió Walsh en el prólogo a la tercera edición de Operación Masacre.
El hombre que hasta diciembre había sido periodista cultural y traductor, fue, de pronto, esto: alguien que, para seguir con esa investigación, cambió de identidad, consiguió cédula falsa y un revólver, se fue de su casa. A lo largo de semanas, de meses, Walsh buscó, rastreó, averiguó y encontró a dos, a cuatro, a siete sobrevivientes. Publicó la historia, primero, bajo la forma de artículos, y no en las refinadas páginas de Leoplán o Vea y Lea, sino en los únicos medios que se atrevieron a hacerlo: semanarios y hojas gremiales, a veces peronistas, a veces de derecha, en las antípodas de su propio pensamiento (Walsh no era, por entonces, peronista) pero poco le importaba porque lo que Walsh quería era decir: que se supiera. "(...) ambulo por suburbios cada vez más remotos del periodismo, hasta que al fin recalo en un sótano de Leandro Alem donde se hace una hojita gremial, y encuentro un hombre que se anima. Temblando y sudando, porque él tampoco es un héroe de película sino simplemente un hombre que se anima, y eso es más que un héroe de película", escribía en aquel prólogo.
En 1957, editorial Sigla publicó, por primera vez, Operación Masacre bajo la forma de libro. Walsh tenía treinta años y, para contar la historia, echó mano de todas las técnicas de la literatura (la que escribía, la que leía, la que traducía: el periodista cultural): esparció intriga, suspenso, descripciones minuciosas, estructura coral y la elegancia de un lenguaje de dientes apretados, tan ajustado a sus huesos que cualquier sobresalto resulta un estallido. "Nicolás Carranza -empieza el libro- no era un hombre feliz esa noche del 9 de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra". El paneo que abre Operación Masacre presenta a los que van a morir en sus casas, en torno a las mesas tendidas para cenar o ya cenadas y, sobre el telón de fondo de esas vidas plácidas, Walsh monta la carnicería: doce personas que marchan a su muerte sin saberlo y que, al encontrarla, no declaman: se humillan ante quienes quieren humillarlos. Carranza ruega que no lo maten -por sus hijos- pero un vómito de pánico le corta el ruego. Rodríguez, roto a balazos, pide que lo ultimen como a un animal: "(...)"Mátenme, no me dejen así, mátenme". Y ahora sí, tienen piedad de él y lo ultiman".
El escritor argentino Ricardo Piglia recoge, en Rodolfo Walsh y el lugar de la verdad, esta respuesta de Walsh, circa 1970: "(...) la denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, es decir, se sacraliza como arte. Por otro lado, el documento, el testimonio, admite cualquier grado de perfección, en la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas".
Cuando faltaban ocho años para que un hombre llamado Truman inventara aquello de la novela de no-ficción, mucho antes de que se insinuara un cruce posible entre periodismo y literatura y a décadas de que alguien pensara en la posibilidad de escribir la palabra "arte" junto a la palabra "crónica", Walsh lo sabía todo.
La vida que siguió a Operación Masacre fue mucha -dos décadas-, fue prolífica y fue, sobre todo, distinta. "Operación Masacre cambió mi vida -escribiría en su Nota autobiográfica-. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior (...) "Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda". Lento, pero irreversible, el proceso no tenía retorno. En 1958 escribió otro libro, también de investigación: El caso Satanowsky. En 1959 partió a Cuba para participar de la fundación de la agencia de noticias Prensa Latina y se quedó dos años. De regreso, escribió obras de teatro; artículos en la revista Panorama (sobre el carnaval, sobre la huella de Horacio Quiroga en la provincia de Misiones, sobre un leprosario en la provincia del Chaco) en los que su talento para el registro del habla popular, su mirada impiadosa y la elegancia lesiva de su prosa adquirieron niveles atronadores; y publicó dos volúmenes de cuentos -Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967)- que reúnen los que algunos críticos consideran los mejores cuentos de la literatura argentina (Esa mujer, Cartas, Nota al pie). En 1969 publicó su libro de investigación ¿Quién mató a Rosendo?, pero desde 1968 la tarea política había empezado a ser muy importante y Walsh, que defendía la idea de que el arte, para ser tal, debía ser político, parecía inmerso en un conflicto irresuelto: cómo escribir ficción incorporando, como lo hacía en sus textos periodísticos, ese compromiso. Hablaba, mucho, de una novela sin terminar. Hablaba, mucho, del deseo de volver a escribir ficción. "No puedo o no quiero volver a escribir para un limitado público de críticos y de snobs. Quiero volver a escribir ficción, pero una ficción que incorpore la experiencia política" (Rodolfo Walsh, ese hombre y otros papeles personales, Ediciones de la Flor). Sea como fuere, buscar ese camino de regreso no pareció la prioridad: a fines de los '60 estaba abocado a dirigir el periódico sindical CGT de los Argentinos; en los '70 empezó a militar en las Fuerzas Armadas Peronistas y en 1973 entró en la organización Montoneros, donde fundó el diario Noticias y organizó la Agencia Clandestina de Noticias.
El 29 de septiembre de 1976 su hija Vicky, oficial 2º de Montoneros, murió en un enfrentamiento con el ejército: se disparó en la cabeza, desde una terraza, al grito de "Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir". Walsh contó eso en un texto difícil -un texto bravo- llamado Carta a mis amigos, en el que llevó al extremo el arte del buen periodista: el que puede entender incluso eso: el que puede entender hasta que duela.
Después de esa muerte, Walsh decidió salir de Buenos Aires y se fue, con Lilia, a una casa con jardín en la localidad de San Vicente.
Allí empezó a trabajar en una carta que planeaba enviar a los medios el día en que se cumpliera un año del golpe. Su título era Carta abierta de un escritor a la junta militar y decía, entre otras cosas: "Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración". La despachó por correo el mismo día de su muerte: 25 de marzo de 1977.
Se ha dicho, sin embargo, que fue eso -esa carta- lo que le costó la vida a Walsh. Gabriel García Márquez, en un texto circa 1977 (Rodolfo Walsh, el escritor que se adelantó a la CIA) dice "Rodolfo Walsh dirigió a la Junta militar argentina una carta acusatoria que quedará para siempre como una obra maestra del periodismo universal. Es fue la carta que le costó la vida".
Pero no. Cuando los militares dispararon contra él no sabían, de esa carta, nada.
Sabían, en cambio, todo lo demás.
Lo que le costó la vida a Walsh no fue esa carta sino cada uno de los minutos transcurridos desde el momento en que escuchó aquella frase -"Hay un fusilado que vive"- y empezó a dirigirse hacia ese día de marzo cuando, hacia las dos de la tarde, dejó, para siempre, una novela sin escribir, dos hileras de álamos sin plantar y unas lechugas que nunca serían huerta.
Cosas hizo. Cosas dejó sin hacer. Nadie puede saber si volvería a elegirlas todas.
Fuentes: Operación Masacre (Rodolfo Walsh, Ediciones de la Flor, 2008); Textos de y sobre Rodolfo Walsh (compilación de Jorge Lafforgue, Alianza Editorial, 2000); Rodolfo Walsh, vivo (compilación de Roberto Baschetti; Ediciones de la Flor, 2004); Una novela verdadera (artículo, Osvaldo Aguirre); Rodolfo Walsh, ese hombre y otros papeles personales (edición de Daniel Link, Ediciones de la Flor, 2007); Rodolfo Walsh, la palabra y la acción (Eduardo Jozami, Grupo Editorial Norma, 2006); Rodolfo Walsh, el violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977 (edición de Daniel Link, Ediciones de la Flor, 2007). Operación Masacre. Rodolfo Walsh. 451 Editores. Madrid, 2008. 230 páginas. 17,50 euros. Leila Guerriero (Junín, Buenos Aires, 1967) es autora, entre otros libros, de Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico (Tusquets).
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