Sombras de un luminoso tebeo
Se sabe que en los éxitos instantáneos, esos enormes taquillazos de fin de semana con que sueñan los astrónomos de Hollywood, intervienen y empujan cálculos y azares, pero cada vez más aquéllos que éstos. Si, hace unos años, en estos huecos y opulentos espectáculos de circo audiovisual se jugaba con anchos márgenes de azar, es decir, de aventura de la inventiva y el riesgo, ahora esos márgenes son cada vez más estrechos y se juega, y se apuesta sobre seguro, en tinglados formales formularios, de eficacia infalible, en los que casi todo está ya inventado y cuanto se ve tiene, por original que a primera mirada parezca, el sabor escondido de lo ya visto.
Es el caso de este agradable, divertido, simpático, confortable y (aunque con algunas arritmias) trepidante Spider-Man, un maravilloso y entrañable tebeo hecho película, que con redomada astucia aplica literalmente al bueno de Spiderman la organización escénica de la aventura y la leyenda de otro hombre sobrehumano, antecesor suyo, el venerable padre Superman, sin asumir el riesgo de buscar un cauce propio por donde hacer discurrir las aguas propias del nuevo personaje, el chico araña.
SPIDER-MAN
Director: Sam Raimi. Guión (basado en el cómic de Marvel): David Koepft. Intérpretes: Tobey Maguire, Willen Dafoe, Kirnsten Dunst, James Franco, Harry Osborn, Cliff Robertson. Género: aventuras. EE UU, 2002. Duración: 121 minutos.
El cauce fílmico de Superman sigue ahí, la eficacia cinematográfica del mito que discurre por él está más que demostrada, y la tentación de un plagio profundo, es decir, de un calco de su estructura y de un trasvase de sus giros y formas, está a mano de la cortedad imaginativa del director Sam Raimi y de su guionista David Koepf, que anudan, reanudan y estiran en la pantalla de Spider-Man todos los parentescos imaginables entre Peter Parker, el muchacho araña creado en los años sesenta por Stan Lee y Steve Ditko, y el mito fundacional, procedente de los años treinta, del chico de Krypton, Clark Kent, del que si Peter Parker era ya deudor en el cómic, mucho más deudor lo es ahora, en la pantalla.
Y ésa es una parte bien visible del talón de Aquiles de esta buena aventura, que podría estar más viva si, entre otras cosas copiadas, la Redacción y el redactor jefe del periódico Daily Bugle se pareciera algo menos al mundillo del Daily Planet de Superman; y los viejos tíos de Parker (en los que es fácil ver que Cliff Richardon propone idénticos rasgos que Glenn Ford) no tuvieran tan claro aire de sombras de los padres adoptivos de Clark Kent. Y, en otra onda, no es tampoco difícil descubrir en la composición -imprecisa, desgobernada y sobrecargada de gesto, incluso algo histérica- de Willen Dafoe del perverso Duende Verde ecos lejanos del Joker que Jack Nicholson bordó en la retórica de Batman, otro rescate cinematográfico de una de las leyendas del Olimpo del tebeo.
Sostiene a la graciosa y legendaria peripecia de Spider-Man la exacta definición que Tobey Maguire da a la presencia amable, apocada y bonachona de un muchacho, o muñeco, tan terrenal que, aun siendo capaz de hacer asombrosas hazañas, balbucea sus timideces y tiene dificultades para alargar su salario hasta final de mes. Y quedan algunas bonitas, casi soñadas, escenas de acrobacia, entre las que están lejos de ser las mejores las más espectaculares. Hay, por ejemplo, y entre otras, una insólita y maravillosa imagen de gran simplicidad, la del beso al revés bajo la lluvia de Tobey Maguire a su amada Kirsten Dunst, que tiene por sí sola más poder sugeridor que todos los vertiginosos saltos de rascacielo a rascacielo del guapo y heroico bicho.
Y queda flotando en la evocación del filme un discreto amago de canto a la Nueva York herida, pues aquí se ocultan cuidadosamente las cicatrices de una ciudad golpeada y turbada, que desde el prodigio de King Kong parece destinada por el cine a servir de escenario a una ecuación entre horror y hazaña y entre jungla y sueño.
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