Rebelde sin causa
Hace un par de años asomó por San Sebastián una humilde película china, La ducha, segundo largometraje de un director, Zhang Yang, insólitamente independiente -estaba producido por Imar Film Co., la primera empresa privada constituida en el cine chino, que vuelve a estar tras este Quitting-, que planteaba con elíptica sencillez e inteligencia algunos temas que permitían lanzar una mirada al inmenso país cambiante: tradición y modernidad, campo y ciudad, padres e hijos, binomios conflictivos que se entrelazaban en una película funcional, discreta y al tiempo interesante.
No menos insólita que aquella La ducha es esta rara, desconcertante Quitting -literalmente, dejándolo: se refiere a la droga, el tema fuerte del filme-. Rara por partida doble: por una parte, por tratarse de una suerte de psicodrama documental, el de un actor muy conocido del cine popular chino (Jia Hongsheng), quien, caído en los abismos de la adicción, recrea ante la cámara de Yang, junto a su familia real (también actores), todo el calvario que vivió en la década de los noventa.
QUITTING
Director: Zhang Yang. Intérpretes: Jia Hongsheng, Jia Fengsen, Chai Xiuling, Wang Tong, Shun Xing. Género: Drama. China, 2001. Duración: 118 minutos.
Y por la otra, porque también lo es la forma cinematográfica que Yang, realizador de video-clips, elige para mostrar la peripecia humana de Jia. Narración realista, dolorosamente autista en ocasiones -se hace difícil avanzar en medio de los entresijos, los cambiantes estados de humor de un personaje tan impenetrable como el que Jia propone-, de pronto se convierte, por un simple movimiento de cámara y un emplazamiento diferente de escenarios, en obra de teatro, una especie de desgarrada Cinco horas con Mario en la que nadie se ahorra nada, desde el insulto al estallido feroz e imprevisto.
El resultado es un largo, tal vez un punto excesivamente críptico filme a caballo entre el cine documental y la reconstrucción ficcional que intriga e irrita por partes iguales. Intriga por su formato e irrita, quedó dicho, por su a ratos impenetrabilidad -tardamos demasiado tiempo en saber qué le pasa al personaje; los saltos temporales tampoco ayudan precisamente a fijar la atención-.
Aunque tal vez haya un tercer sentido que la película también convoca: como ocurría también en La ducha, por entre el minimalismo de la trama, y a pesar de la común ignorancia sobre asuntos tan lejanos, se desliza de pronto la sospecha de estar frente a una película elíptica, a un mensaje crítico con la vida cotidiana china, con sus instituciones -sobre todo la psiquiátrica-, una propuesta en la que el individuo se ve superado por lo colectivo; en el que las apenas entrevistas cortapisas e instatisfacciones ponen al protagonista en un disparadero del que la droga es sólo el recurso último para la evasión. Contribuye a ello un final sospechosamente rutinario y cotidiano, muy en contraste con lo que hasta ese momento había trasmitido un filme tan sólido como gélido, más documento clínico-social que peripecia cabalmente comprensible.
Babelia
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