Esencias de lágrima de culebrón
Una tremenda, total, desmelenada y disparatada esencia de lágrima de culebrón
llena hasta rebosar las retorcidas -y a veces, sólo a veces, divertidas- angosturas argumentales de Rosa la China, que han sido rescatadas por la cineasta chilena Valeria Sarmiento y el dramaturgo cubano José Triana del fondo más intrincado del tosco, lleno de espartos, equipaje folletinesco de los célebres seriales de radionovela que inundaron de truculencia y sentimentalismo desatados una franja muy ancha y viva de la imaginación popular en la Cuba (y países vecinos) de los años cuarenta. Y se trata, a grandes rasgos, de la misma, o similar, mina de literatura popular de la que ahora se alimentan los culebrones televisivos mexicanos, brasileños y venezolanos, y que, en un contrapunto de oro, alcanza un lugar en el gran cine de finales de siglo en la eminente obra del mexicano Arturo Ripstein y algunas de sus secuelas
ROSA LA CHINA
Dirección: Valeria Sarmiento. Guión: José Triana, V. Sarmiento. Intérpretes: Juan Luis Galiardo, Daisy Granados, Luisa María Jiménez, Abel Rodríguez, Gipsia Torres. Género: melodrama. España, Cuba, 2002. Duración: 109 minutos.
La grave dificultad que se deja ver en la trastienda de Rosa la China está en que José Triana y Valeria Sarmiento, que sin duda saben orientarse dentro de la vasta materia que manejan en la escritura de su película, se han metido en un auténtico berenjenal al intentar sintetizar en una duración cinematográfica normal la inabarcable gama de sucesos, situaciones y personajes que poblaron aquellas radionovelas, que también tuvieron en España su edad dorada, su Ama
Rosa, por aquellos años. Quieren Triana y Sarmiento abarcar demasiado y terminan consiguiendo que los árboles no nos dejen ver el bosque, pues los giros y recovecos del entramado argumental de su filme son tantos y están sometidos a tal cantidad de cruces y vuelcos que saturan la capacidad de digestión y la retentiva del espectador, y el sentido de la orientación de éste se pierde en la abrumadora y laberíntica aglomeración de personajes y acontecimientos.
El progresivo espesamiento, a medida que avanza, de la secuencia de Rosa la China quita a esta curiosa película una buena parte de su gracia potencial. Pero esa gracia se mantiene en cambio cuando Triana y Sarmiento rescatan -con limpieza y en un registro situado a medio camino entre la seriedad y la ironía- las tremendas, sonoras, solemnes y, dichas con acento caribeño, de poderosa musicalidad, oquedades retóricas del lenguaje de la radionovela cubana, como el abracadabra de este singular florilegio de maldiciones: "¡Mujer, carne de arroyo, flor de fango! ¡Somos hijos del error, hemos pecado, hemos cometido iniquidad!". O la cantilena letánica del personaje de la echadora de cartas, : "Clamor de muerte, fuerzas nefastas, furores de la sangre y el odio, de vergüenza y de muerte, de fango, fuego y agua purificadora". Y son por fuerza la veintena de voces y presencias magníficas -entre ellas las de Daisy Granados, Luisa María Jiménez y Juan Luis Galiardo, que sigue imparable hacia la conquista de la maestría- quienes sostienen el tosco y frágil tinglado de este rescate, con tonos subterráneos de amistosa burla, de este viejo modelo de melodramón popular.
La película está hecha, y así lo parece, con solvencia y seriedad,pues asume y lleva al extremo el rosario de disparates que cuenta con una puesta en pantalla llena de buen cálculo. Y es precisamente de esta su seriedad de donde brota lo que Rosa la China tiene de burlón y de crítico hacia las estrecheces del tosco género literario de donde procede.
Babelia
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