Los nuevos románticos
El eco de los pasos. Cuando vi la foto de Ignasi López que ahora acompaña esta crónica, me dio un vuelco el corazón y mis tripas gruñeron. No le pregunten dónde la tomó, dice que no importa. Baste saber que corresponde a un lugar de su infancia en las periferias urbanas. El bloque de pisos quedó así en los setenta, abierto en canal, sin vergüenza de ser prueba sin coartada de lo que nunca debió ser imaginado, un bloque de apartamentos en un canal de agua. Estuvo ahí hasta hace dos años. Existe su nostalgia, esta foto. La huella, el recuerdo de lo que queremos olvidar a cualquier precio. Pero no el fotógrafo. Sí, habla de nostalgia: no denuncia, constatación. Tampoco pregunten a su colega Carlos Albalá. Los dos hacen fotos para preservar el eco de los pasos por lugares muertos, donde viven pruebas y emociones. Imágenes de guerras ultramodernas entre la ciudad y el campo.
Citan al unísono a Hannah Arendt: "En la medida en que realmente se pudiera superar el pasado, esta superación consistiría en narrar lo que pasó". Son jóvenes y están dispuestos a hacerlo, a contar lo que sucedió. Estoy ante dos nuevos románticos; en restos, márgenes y derribos ven el futuro de las cosas. Son su cartografía interior: nacieron y se criaron en paisajes así. Como casi todo el mundo hoy, les digo, sólo que ellos no lo esconden ni lo adornan. Espero que continúen, hay mucho que relatar.
Los antropólogos, esos hechiceros, suelen en cambio hablar de no-lugares. Es aquello de "una casa no es un hogar"... Alegan los brujos que nada es permanente en un aeropuerto, el puerto olímpico barcelonés, un centro comercial o un multicine rural, donde surgen sensaciones ambiguas y nómadas (algunas muy estimulantes, apunto sin mala intención), pues ahí se está en alguna parte que no es ni aquí ni allá, en tránsito, a punto de irse o de llegar, de huir o de regresar. O un lugar que dejó de serlo, sin vida, como los descampados donde antes había caminos y ahora hay un vertedero de basuras o de neumáticos o el Fórum. O las tiendas y oficinas nuevas en mi manzana, que no duran más de un año. O las obras abandonadas en la geografía de la especulación en ciudades, el mundo rural, en el mapa turístico al completo.
No sé, la verdad, eso de no-lugar me parece demasiado bonito o demasiado dramático, una trampa. Como si algo fuera permanente mientras está vivo... como si no fuéramos nómadas, cambiantes sin cesar. Qué manía con embellecer o entenebrecer. Mejor dejar, como hacen López y Albalá y pedía el fotógrafo norteamericano Walker Evans, ya en los años treinta, que las cosas se manifiesten como son.
Los pisos cerrados y abandonados, ¿son un no-lugar? Yo diría que son lugares muertos, como los pisos que no llegan a serlo, como los pisos nuevos vacíos. Fantasmas que nos sobrevuelan, que desaparecen del mundo tangible y no son visibles ni habitables aunque existan, o que son derribados y se desvanecen para siempre. Pero tienen su aquel.
Por estos lugares muertos merodean, meditan y trabajan los nuevos románticos. Ellos nos dicen que también en estos lugares hay, hubo, vida. Son espacios abiertos a los miedos, a la imaginación, a las aventuras de los niños, a la memoria involuntaria de los adultos. No hay más que contrastar las frías e intensas imágenes de López y Albalá con lo que se ve justo al lado, en las calles del Raval, que piden a gritos testigos que, si quieren ser nostálgicos, lo sean como este par de ojeadores, hartas las calles y sus gentes del romanticismo falsario de estirpe canalla y mugrienta. Sus fotos se pueden ver, enormes, ambiguas, en la Capella, en la calle del Hospital.
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