La joven del Carmelo
Tomo el metro de la línea 5 y me bajo en El Coll-La Teixonera. Estoy metida en un retrato de la ciudad, una propuesta de visita y regreso a lugares demasiado vistos o no vistos o mal vistos, y esta estación lo vale. Lleva tan solo siete meses activa pero ha cambiado la vida del Carmelo varias veces. La cambió durante su construcción, cuando las obras se hundieron, provocando una hecatombe que de nuevo estigmatizó al barrio. Hace de aquello seis años, el 27 de enero de 2005. Una ciudad es, en gran medida, su red de transportes públicos y esta estación cuenta una larga historia, la de cuánta determinación ha sido necesaria para que el metro llegara al Carmelo desde que sus vecinos lo empezaron a pedir en 1974, tras la destitución del alcalde Porcioles.
Ascensores, escaleras mecánicas y un funicular han convertido el barrio en un accesible mirador sobre Barcelona
Excava la montaña más de cien metros, es una de las estaciones más hondas de Europa, si no la que más. Para salir a la calle te montas en ascensores, te deslizas por cintas rodantes, subes escaleras mecánicas. Un trayecto de túneles iluminados que incitan a tomar fotos que quedan muy modernas. En los laterales de las escaleras, como en el interior de los tres ascensores, se advierte una banda de color amarillo. De tanto repetirse, la banda amarilla se hace mirar si estás allí para observar lo que sucede pero que pasa inadvertida para los demás usuarios del metro, metidos en sus cosas así en esta estación como en todas. Estas bandas amarillas simulan ser un metro de los de medir, de aquellos que usan las modistas si son blandos o los carpinteros si el metro es rígido. Proponen medir el tiempo. Vaya, esto es arte (lo firma Antoni Abad): a cada tramo, el metro amarillo propone tomarse un minuto de emoción, de no hacer nada, de varias cosas más y hasta de disidencia. No sé. El arte es algo raro, raro. Por si acaso, probemos.
En la cinta rodante, una joven controla su teléfono móvil. No llama ni lee mensajes, se limita a pasar un dedo por la pantalla. Va vestida con tejanos troceados y ajustados metidos en botas altas de tacón, cazadora negra de polipiel encima de una camiseta negra escotada y su pelo largo de tinte color cerveza está recogido en parte en un pequeño moño, de los que han vuelto a ponerse de moda. Lleva grandes aros como pendientes, dos piercings blancos y otro gris en los labios y sus grandes ojos están pintados en los párpados con tres rayas, una blanca entre dos negras para que resalten bien. Vive aquí, en efecto, aunque nació en el Clot. Es la hora de comer y gracias al metro come en casa, antes del metro no le llegaba el tiempo. Trabaja en Horta, en un bar que con la crisis cada vez le paga menos. Tiene 32 años y cuatro hijos, el mayor de 16. Los otros tienen 10, 9 y 6 años. Está sola. Le pregunto si sus padres no le echan una mano. No, se han jubilado y han regresado a Granada, cada cual a lo suyo, remata. Tiene la mirada cansada pero no le ha importado pararse un rato a hablar, al contrario. En la calle, me indica el camino más corto a la Biblioteca Juan Marsé y la despido al pie de uno de los ascensores que actualmente comunican el Carmelo. Ascensores, escaleras mecánicas y un funicular han convertido el barrio en un mirador accesible sobre Barcelona que desde aquí, si no lo conocen, les invito a descubrir. Con el metro está muy al alcance, mucho más que el Turó de la Rovira y sus búnkeres.
La veo subir y luego cruzar en lo alto la pasarela hacia su calle, una imagen de acero y cristal. Camina decidida. Sí, este metro mide el tiempo. La joven fue madre a los 16 años, en 1994, en la resaca olímpica. Cuando este barrio hacía tan solo cuatro años que había erradicado las barracas y empezaba a comprender que pasaría bastante tiempo hasta que recibiera algo más de lo que se habían llevado los Juegos. Como esta estación que, cada día, permite a la joven del Carmelo ir a comer a casa antes de volver al curro y seguir adelante.
Mercè Ibarz es escritora.
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