El honor de Israel
Decía Kant que un Gobierno "no debe permitir en una guerra las hostilidades que, por su naturaleza, hagan imposible la confianza recíproca cuando se presente la cuestión de la paz". Desde luego, el Gobierno israelí no ha tenido en cuenta este sabio consejo del filósofo al ordenar los ataques contra Gaza de estos últimos días. Y sin embargo, la paz entre árabes e israelíes sigue estando aparentemente en la agenda de la política internacional, aunque llevamos tanto tiempo sin que se aprecie avance sustancial alguno que casi nadie, probablemente ni los propios contendientes, la toman en serio.
Cualquiera que conozca mínimamente lo que es la franja de Gaza -uno de los territorios más hacinados e insalubres del mundo, cerrado y con la más alta concentración de habitantes por kilómetro cuadrado- sabe que es imposible un bombardeo selectivo sobre esta zona que no cause gran número de bajas civiles. Responder al terror de Hamás con una acción de terror masivo no aporta nada ni a la solución del conflicto ni al honor de Israel. Al contrario, alimenta el odio, que es el mejor cultivo para que Hamás siga creciendo. Acorralar a los palestinos de Gaza como si fueran ratas no sólo no resuelve el problema, sino que acrecienta las fantasías del mundo árabe sobre las reales intenciones de Israel -echar a los palestinos al mar- y degrada la imagen de los gobernantes judíos. Y todo ello en un contexto electoral que hace pensar que el ataque de estos días es una pieza más en las estrategias de búsqueda del voto de la ciudadanía, en una campaña muy escorada a la derecha y al militarismo. Es difícil encontrar un punto de vista desde el que se pueda defender racionalmente que este ataque es algo más que una atrocidad, que un acto de atemorización masiva de una población que ya hace tiempo que lo tiene todo perdido, que un abuso de poder que sólo refuerza el cliché sobre los verdugos y las víctimas.
Las políticas de los gobernantes israelíes y las mayorías que los eligen son demasiado a menudo imposibles de asumir
Cada vez que el Gobierno israelí lanza una acción de este tipo siento una tristeza profunda. Tengo un prejuicio favorable al pueblo judío. Siempre me ha fascinado esta peculiar condición de un pueblo que ha mantenido a través de los siglos una conciencia nacional sin disponer de una tierra propia, de una patria real. Esta vida errática les dio una condición cosmopolita que probablemente ningún otro pueblo ha alcanzando todavía. Si la palabra sagrado tiene algún significado para mí, lo encuentro en la memoria de los judíos exterminados, a los que el antisemitismo no ha dejado de perseguir nunca. Y me irrito profundamente cuando oigo disparates como el de aquel irresponsable escritor que comparó las actuaciones israelíes contra los palestinos con el genocidio nazi.
Pero las políticas de los gobernantes israelíes y las mayorías que los eligen son demasiado a menudo imposibles de asumir. Porque la nación judía lleva encima un terrible lastre: la conciencia de pueblo escogido, que justifica la terrible creencia, denunciada como racismo por John Berger, de que "la muerte de una víctima israelí justifica el asesinato de 100 palestinos". Hay una maquinaria de humillación sistemática y permanente del pueblo palestino que se hace visible a través de un verdadero paisaje de la humillación, que tiene su figura culminante en el muro de la vergüenza que encierra los territorios ocupados en un verdadero laberinto, en que muchos pueblos quedan completamente aislados. Pero antes se habían construido los asentamientos de colonos -muchos de ellos vacíos, porque el negocio de la ocupación también existe- que coronan las colinas en cuyos valles están los pueblos palestinos. Y las autopistas para judíos y extranjeros vedadas a los palestinos, con muros pantalla que protegen de sus miradas a los que circulan por ellas. Y una bandera, una casa o un asentamiento en cada lugar donde brota un manantial de agua. Y los controles permanentes. Y los cierres de ciudades. Y esta forma terrible de represión que consiste en destruir la casa familiar del palestino que comete un crimen terrorista, como si el mal palestino fuera genético. A veces pienso que el gran error del pueblo judío fue crear el Estado de Israel. Allí perdió quizá buena parte de su grandeza. Ganó poder territorial y patria física, pero a precio muy alto para todos. También para ellos.
En la emoción del genocidio nazi era muy difícil decir no al Estado de Israel. Sólo el general de Gaulle tuvo el coraje de advertir, aunque fuera tímidamente, del enorme riesgo que comportaría. Pero esto es pasado. Hoy es imperioso encontrar una fórmula que permita que israelíes y palestinos convivan en este territorio sobrecargado de espacios de referencia en las economías de lo sagrado. El éxodo masivo desde Rusia ha roto buena parte de los equilibrios ideológicos internos radicalizando el país, al tiempo que, como ha explicado Misha Glenny, ha introducido un nuevo problema: la presencia de las mafias. Mientras, el lado palestino se hunde en una verdadera guerra civil, que en tanto no se resuelva hace más difícil todavía la solución del conflicto. Abandonado hace décadas el ideal democrático de la convivencia en un solo Estado, se ha impuesto como única solución aparentemente posible la separación étnica en dos Estados. Pero ésta no llega. En un conflicto de derechos entre dos pueblos, que ambas partes consideran absolutos, sólo la razón y el pragmatismo pueden abrir caminos de entendimiento. Pero éstos están cada día más ausentes de una guerra cargada de venenos religiosos.
Convertido en conflicto crucial de la política internacional, lleva una sobrecarga enorme que no ayuda a resolverlo. Las perspectivas vuelven a ser negativas por todos lados: el Gobierno israelí se radicalizará más todavía con las elecciones; los moderados palestinos son impotentes ante Hamás, que se mueve como nadie en medio del torbellino de la violencia, y Gaza se acerca, día a día, al infierno. Por supuesto, el Estado de Israel tiene derecho a defenderse de los ataques terroristas de Hamás, pero la arrogancia militarista lleva a una desproporción inhumana que deshonra la memoria de sus propias víctimas.
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