Contra la espuma de Ferran Adrià
Nunca he ocultado que en las cosas de comer tengo algunos gustos sospechosos: podría vivir de macarrones, de pan con tomate o de huevos, fritos o de tortilla a la francesa. Hace unos años, Leopoldo Pomés me llamó para que le confesara mis platos favoritos. Quería escribir un libro sobre los gustos de verdad de la gente y pedía un esfuerzo de sinceridad, olvidando que la elección iba a ser publicada. Más que un libro acabará siendo un tratado, porque lleva 25 años preguntando y ha procesado ya más de 1.800 entrevistas. En su ordenador están los macarrones, los huevos, el pan con tomate y el resto de mi lista inconfesable: la samfaina, las patatas del pescado al horno, el pollo de payés asado con manteca de cerdo y un par de cabezas de ajo, los fideos a la cazuela, el arroz también a la cazuela -nunca en paella- y hasta la ensalada de tomate maduro y cebolla.
Alguna escuela de restauración enseña a deconstruir a unos chavales que aún no han aprendido a ligar una salsa
Hoy añadiría algunos platos: el conejo con alcachofas; las habas y los guisantes a la catalana; la caza, sobre todo el jabalí y la liebre; la sopa de rascassa, y algunos más. Son comidas que, fuera de la mesa familiar, he tenido que buscar en los restaurantes, porque debo confesar que estoy fuera de moda y no soy nada cocinero. Ni bueno, ni malo. Ni siquiera un aficionado de fin de semana, aunque me hago las mermeladas -de mora, de albaricoque y de melón y sandía- y conservo pesto, puttanesca y samfaina con albahaca, tomates, pimientos y berenjenas que cultivo en el huerto.
Los restaurantes donde se cocinaban todos estos platos hace tiempo que comenzaron a cerrar: la especulación acabó con las fondas; el menú turístico dio la puntilla a los comedores de hotel, y la cocina rural no necesitó ayuda de nadie para degradarse hasta morir de aburrimiento en la moda de la ternera con setas. Hubo algunas casas de payés que sin pretender nada del otro mundo sirvieron buena carne a la brasa, caracoles, manos de cerdo y ensaladas, pero acabaron cambiando los productos de la tierra y de temporada por los de Mercabarna.
En algún momento, más tarde, llegaron los sucedáneos de la nouvelle cuisine, que tuvieron cierto éxito, aunque fue efímero y acabaron ahogados en su propia ola de cremas de leche. Pero siempre quedaron algunos fogones honrados: casas de comidas con historia y algunos restaurantes jóvenes con una nueva generación de cocineros que tenían en una mano la experiencia acumulada de sus padres y en la otra la calidad aprendida en las renovadas escuelas de hostelería. Hasta que de pronto, como si se hubiesen caído del caballo camino de Damasco, todos se sienten llamados a entrar en los altares Michelín y casi todos quieren ser Ferran Adrià: gelatinas calientes; sopas frías; aceites y caldos en lugar de salsas; raviolis líquidos. Texturas que explotan y cambian en la boca. Carne con sabor a pescado y pescado con sabor a carne. Deconstrucción de tortilla de patata; es decir: aquí el huevo, allá la patata. Espumas. Aires. Sifones que casi nadie sabe usar. Jeringas. Mucho pan con tomate bebido. Cruixents a punta pala. Si quieres unas cigalas al romero, ya sabes: ahí va la cigala en el plato y ahí tienes una rama de romero, y si quieres tú mismo te la hueles.
A mí, además, me gusta poco el picoteo. Cuando un guiso me apetece, quiero un buen plato. Con moderación, pero un plato entero. Pero ahora resulta que justo cuando empiezas a saborear el primero, ¡zas!, va el camarero y te lo retira. Y así sucesivamente hasta el plato número 20 o 21.
Es un poco como la arquitectura de la década de 1960, cuando cualquier alumno salía de la escuela con la obligación de ser Le Corbusier. Así ha pasado a la historia buena parte de la obra de aquellos años de la aluminosis. Alguna escuela de restauración enseña a deconstruir a unos chavales que aún no han aprendido a ligar una salsa. Es como estudiar Políticas sin Historia. O el abuso de la metáfora en tantos textos. Un artista es otra cosa. Picasso pudo deconstruir su obra en el cubismo porque era un genio pero también porque dominaba la técnica. Escuché una vez a Ferran Adrià contar con entusiasmo que quería servir comidas vendando los ojos de los comensales con una servilleta de seda negra. Los camareros, decía, ayudarían a los clientes, que no verían el producto y se concentrarían en el sabor. Perfecto para experimentar con esos trompe-la-bouche que le apasionan, por lo que admiré su genial puesta en escena. Pero que en Puigcerdà nos quieran hacer beber el trinxat de la Cerdanya, por ahí no paso.
Suerte que lejos de tantas imitaciones, por encima de tanta farsa, queda aún un cocinero capaz de preparar las mejores lentejas de Cataluña, unas gambas al ajillo con el jugo de las cabezas estrujadas sobre la sartén o un conejo con caracoles y un arroz con bogavante inconmensurables. Y aunque por ahora esta comida la reserva para los íntimos, el resto de los mortales puede peregrinar a la mesa que tiene puesta en Cala Montjoi. Allí, hace un par de semanas, el mejor cocinero del mundo volvió a sorprendernos, nos excitó y nos sumergió en un mundo de gustos intensos. Y al final de la cena, definitivamente más feliz, perdí la mirada entre dos cipreses hacia la oscuridad profunda de Cap Norfeu, y decidí llamar a Leopoldo Pomés y pedirle que añada a mi lista inconfesable el frito de salmonetes con azafrán e hinojo, los piñones verdes en gelée y el ravioli de guisantes que nos sirvió esa noche Ferran Adrià en El Bulli.
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