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EL ÚLTIMO DOMINGO | Escrituras
Columna
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El dolor de Madeira

Enrique Vila-Matas

A finales del mes pasado, fuertes lluvias y vientos castigaron Madeira y causaron un elevado número de víctimas. De golpe, la isla pasó a ocupar un relevante lugar mediático. Después de Haití, venía Madeira a ocupar su lugar en la lista de catástrofes producidas por la enigmática naturaleza de los últimos tiempos. Se difundió tanto el nombre de Madeira que llegaron a llamarme del programa de radio de Gemma Nierga para ver si, una hora después, podía hablar de aquella isla que había sido escenario de una de mis novelas y sobre la que se suponía que sabía algo más que aquellos que sólo la conocían por su ciudadano más famoso, Cristiano Ronaldo.

Recuerdo que, a la espera de la llamada que me haría entrar en directo, comencé a dar vueltas furiosas, nerviosas, alrededor de mi escritorio, preguntándome qué diablos iba a decir de aquella bellísima isla que había visitado tres veces y sobre la que todo lo que podía contar era de carácter muy personal, plenamente subjetivo. ¿Qué diría? No se me escapaba que mi campo de acción verbal quedaba muy limitado por las circunstancias de la tragedia, pues, por ejemplo, alabar la generosa belleza de Madeira sonaría a frivolidad, una invitación a visitarla turísticamente en un momento en el que sólo pesaba, sólo contaba el drama.

A la espera de la llamada, atenazado por la repentina responsabilidad pública, me dejé caer en mi sillón de orejeras. ¿Podía encarar en clave de comedia aquella tragedia? ¿Y si lo enfocaba todo por el lado literario, es decir, contaba que Cristiano Ronaldo era, en efecto, ciudadano de Madeira, pero en la isla se escondía nada menos que el Salinger portugués, un poeta tan secreto como esencial, el gran Helberto Helder? Podía decir de Helder que protegía su intimidad mejor incluso que el propio Salinger y que había un texto suyo al que yo siempre volvía y en el que el poeta decía que conocía una cantidad muy grande de historias terribles. Lo decía en El estilo. Allí aseguraba haber oído historias extraordinarias; su propio caso, sin ir más lejos: "En fin, a veces ya no consigo organizar todo esto. Porque, mire, despertar a las cuatro de la mañana en un cuarto vacío, encender un cigarrillo... La pequeña luz del fósforo levanta de repente el volumen de las sombras, la camisa colocada sobre la silla alcanza un volumen imposible, la vida nuestra... La vida nuestra, la vida entera está allí como... como un acontecimiento excesivo".

Me perdí en el acontecimiento excesivo de las frases de Helder como el que se extravía en los recovecos de su propio estilo y sólo sé que, de haber recibido en ese complicado instante la llamada para entrar en directo en la radio, todo habría resultado pavoroso: mi voz habría irrumpido para decir que mi vida entera estaba allí, como un acontecimiento excesivo, como una prenda tirada sobre una silla, y también para decir que, como no aguantaba el desorden de la existencia, acababa siempre adhiriéndome a ella, a la vida, reduciéndola a dos o tres simples tópicos y hasta haciéndome con un estilo con el que buscaba organizarlo todo, incluso un sentido que me alejara de la realidad muda y brutal de mi pobre camisa... Estaba nervioso. ¿Y si, después de tanto embrollo, finalmente, acababan no llamándome? Por unos segundos sentí que me relajaba y fue como si hubiera engañado a mi propia angustia con la ayuda del calor de mi hogar supuestamente estable, con la ayuda de la convicción de tener una casa que amparaba un orden, una lógica sucesión de hechos en un escenario totalmente razonable y fuera de toda sospecha.

Y así fue cómo alcancé, en ráfaga que no duró nada, una fugaz felicidad casi tangible, tal vez la felicidad del estilo.

Entonces llamaron de la radio. Todo en directo, como la vida nuestra, como la vida entera, como diría Helder. Y tuve que crear apresuradamente unas frases armadas sobre la nada y ocultar la sorpresa misma de que me hubieran llamado justo cuando más feliz era y más difícil me resultaba hablar de la catástrofe de Madeira y de cualquier otra.

Y mientras hablaba, iba pensando en ese tipo de escena que en la vida corriente se repite incansable: alguien de pronto es asaltado por el dolor mientras nosotros abrimos una puerta o caminamos por el campo tranquilamente, tal como expresara W. H. Auden en sus memorables versos: "Sobre el dolor nunca se equivocaron / los Viejos Maestros: qué bien entendieron / su posición humana; cómo surge / mientras algún otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido".

Me habría gustado hablar del dolor y de los Viejos Maestros, pero mi reflexión habría delatado una visión del drama de Madeira no muy sentida y callé, oculté que la noticia me resultaba incómoda, porque la veía con una distancia inconfesable: todo lo contrario de hoy cuando, con el paso de los días, se me ha convertido en tan cercana y tan terrible, especialmente cuando observo que ha sido borrada de los informativos. Ya nadie habla de lo que allí pasó, y menos aún de lo que allí pasa ahora. ¿Por qué Madeira ha desaparecido del mapa de las crónicas, borrada de golpe, como si el tsunami de la actualidad la hubiera liquidado? Pienso en esto, mientras dejo que mis sentidos se abran a lo desconocido y descubran el campo solitario donde la lluvia azota un tren abandonado. En interminables vagones yacen camisas sobre sillas, acontecimientos hoy olvidados, tan excesivos como la vida.

www.enriquevilamatas.com

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