La dimisión
Hace 25 años, el 29 de enero de 1981, Adolfo Suárez anunció públicamente su dimisión como presidente del Gobierno español. Dijo aquella frase que todavía está dando vueltas por el universo de la política española hasta que se aclare su misterio: "No quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España". Suárez dimitió, pero también fue derribado. Fue un acoso y derribo, una dimisión bajo presión política, mediática y militar. En su alocución de despedida dijo entre otras cosas: "No me voy por cansancio". Queda claro que ésta no fue la razón. También dijo: "Me voy sin que nadie me lo haya pedido". Al decir esto, estaba negando por anticipado cualquier especulación sobre una hipotética sugerencia o indicación del Rey en esta dirección. En el marco de la Constitución democrática de 1978, el Rey no puede destituir ni promover la dimisión del presidente del Gobierno, como es lógico y democrático en una Monarquía parlamentaria. Formalmente es así, aunque en los entresijos de la política se hacen a menudo cosas que no podrían realizarse a plena luz. Adolfo Suárez da una clave de su renuncia con dos argumentos complementarios: no quiere arrastrar a la Monarquía con su pérdida de capital político y tampoco quiere que el pueblo español pague el precio político por su permanencia en el puesto de presidente.
La primera razón es comprensible puesto que el ascenso de Adolfo Suárez a la presidencia se debe a la voluntad del rey Juan Carlos, que lo encumbra a la más alta responsabilidad de gobierno en la España todavía no democrática. Esta dependencia de origen condiciona casi de forma determinante la biografía política de Adolfo Suárez. Es verdad que se legitima por dos veces y mediante elecciones su permanencia en la presidencia; pero Suárez es principalmente el ejecutor del tránsito de la dictadura franquista a la democracia constitucional. Dimitió también para no hacer pagar un precio político al pueblo español por su permanencia en el cargo. Algo iba muy mal porque los cargos públicos no acostumbran a dimitir, y menos en España. Pesaba como una losa la grave división interna de Unión de Centro Democrático (UCD). Alfonso Guerra, que no desperdiciaba ocasión, se encargaba de señalar con cruel demagogia la realidad del partido en el Gobierno: "La mitad de los diputados de UCD se entusiaman cuando oyen en esta tribuna al señor Fraga. La otra mitad lo hace cuando quien habla es Felipe González". Fraga y González eran y actuaban como pinza interesada en erosionar a UCD y al liderazgo de Suárez. Los socialistas jugaron tácticamente muy bien sus cartas en la transición democrática con la ventaja añadida, en comparación con el Partido Comunista de España (PCE), de poder tener un discurso radical y republicano en la oposición porque no intimidaban a nadie y porque sus principales líderes no recordaban la Guerra Civil. Los demonios de los poderes fácticos eran los comunistas y los nacionalistas republicanos, pero no los socialistas. Y el diablo era el mismo Estado autonómico de nacionalidades.
Los editoriales de los periódicos de Madrid al día siguiente de la dimisión eran muy ilustrativos. Abc reacciona casi con alegría y con un titular nada neutral: Por el bien de España. Ya y Diario 16 desdramatizan la dimisión. El Alcázar publica un artículo del director Antonio Izquierdo con un título con mucha intención: UCD busca un general. El director de este periódico, que probablemente estaba bien informado de todo lo que sucedía en el subterráneo de la inexperta democracia española, decía: "Hay políticos que buscan apresuradamente un general". El autor ya estaba de acuerdo con ello, pero no había que buscar un general que apuntalase la democracia, sino que hiciera otra cosa. Entre los que estaban por la desaparición de Suárez y Manuel Gutiérrez Mellado de la política española, discrepaban sobre la función del buscado general: ¿había que apuntalar o derribar el sistema constitucional? El editorial de EL PAÍS retrataba perfectamente la situación al calificar la dimisión del hecho más grave desde la muerte de Franco y avisaba: "No es una crisis de gobierno, sino una escalada permanente de las fuerzas reaccionarias de este país".
¿Cuál era el precio político que podía pagar el pueblo español? La historia posterior ya la conocemos, pero Adolfo Suárez dijo también en su alocución televisada algo que valdría la pena tener muy en cuenta en la crispada política española de los últimos tiempos: "Creo que tengo fuerza moral para pedir que en el futuro no se recurra a la inútil descalificación global, a la visceralidad o al ataque personal".
Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.
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