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El congreso y el funambulista

La circunstancia de que el XI congreso del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) tuviera lugar en el mismo recinto y apenas a una semana de distancia del último cónclave de Convergència ha permitido calibrar a simple vista la distancia que va de tener el poder, casi todo el poder institucional, a no tener apenas ninguno. El pasado fin de semana, en la zona alta de la Diagonal barcelonesa, la hilera de coches oficiales -dos ministros, el presidente de la Generalitat, numerosos consejeros, el delegado del Gobierno central, el presidente de la Diputación, secretarios de Estado, alcaldes y tenientes de alcalde de los grandes ayuntamientos, etcétera, etcétera- resultaba tan espectacular como la aglomeración de escoltas fornidos y trajeados, con su pinganillo en la oreja y su sospechoso bulto bajo la americana. Una vez dentro del Palacio de Congresos, no faltaba detalle: desde el coqueto puesto de venta de merchandising del partido, hasta las instalaciones de diseño sabiamente esparcidas por vestíbulos y espacios de paso, todas con el rojo corporativo y el logo del PSC. Nada que envidiar a la convención de una boyante multinacional.

A Rodríguez Zapatero le gusta moverse sobre el filo de las promesas ambiguas, de los eufemismos y de las contradicciones

Una gran corporación -política, en este caso- que, a pesar de su éxito, a pesar de su "papel preeminente en las principales instituciones del país" (cito del informe de gestión del primer secretario, José Montilla), no se duerme en los laureles, y cree todavía inalcanzada la meta de ser "el verdadero partido de la mayoría", "un partido capaz de ampliar su presencia en todos los sectores y territorios del país". Esta ambición de crecimiento multidireccional, casi totalizante, quedó bien expresada en la Declaración de Principios que los delegados socialistas aprobaron el sábado: el PSC hace suyo todo cuanto de progresista haya existido o exista en el pasado o el presente de Cataluña, desde los venerables ateneos populares, las sociedades obreras del XIX y el cooperativismo hasta el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, las pulsiones altermundistas y... la libertad de empresa, pasando, off course, por la bandera del catalanismo y la lucha por la libertad nacional. A eso, en catalán castizo, se le llama no deixar res per verd.

Sin embargo, tan vasto programa de expansión tiene ahora mismo ante sí una sombra amenazadora: la financiación autonómica, y la necesidad imperativa de darle solución satisfactoria al menos por tres razones. Para dotar de medios presupuestarios a las políticas sociales de las que el Gobierno tripartito hace mascarón de proa; para infundir al Estatuto de 2006 la legitimación ciudadana que le fue regateada en las urnas; y para demostrar que la apuesta del PSC de Montilla por el entendimiento fraternal con el PSOE es más rentable para Cataluña que otras fórmulas ensayadas anteriormente. De ahí, y de los malos augurios difundidos a lo largo de la semana, la curiosidad, la expectación, casi el morbo que rodeaban la anunciada presencia de José Luis Rodríguez Zapatero, el domingo a mediodía, en la sesión de clausura del XI Congreso del PSC.

Sería tal vez por la proximidad física y temporal con los dos conciertos de Bruce Springsteen en el Nou Camp, pero el presidente del Gobierno central accedió al plenario de los socialistas catalanes en plan The Boss: dejo caer -debió pensar- unos cuantos halagos convencionales ("...siento la misma simpatía de siempre cuando vengo a Cataluña", "yo sí firmaría un manifiesto que defendiera todas las lenguas..."), doy al fin las gracias por el magnífico resultado del PSC el 9 de marzo, y me meto al público en el bolsillo. Pero esta vez las cosas no salieron exactamente así.

El presidente Rodríguez Zapatero posee una cierta inclinación hacia el funambulismo político, gusta de moverse sobre el filo de las promesas ambiguas ("apoyaré el Estatuto que salga del Parlamento..."), de los eufemismos (no hay crisis, hay "desaceleración"), de las contradicciones (la inmersión lingüística es estupenda, pero hace falta una tercera hora de castellano...). El domingo 20, sin embargo, el equilibrista trastabilló: sus vagas afirmaciones de que "tendremos una reforma del modelo de financiación, y el nuevo va a ser mejor para Cataluña", su tópica apelación a "un PSC valiente, moderno, creativo", dejaron muy frío el ambiente del plenario congresual. Y luego tomó la palabra Montilla para advertirle que "buscaremos el acuerdo", pero "no a cualquier precio; no aceptaremos un mal acuerdo"; para recordarle que el PSC se debe a Cataluña antes que al PSOE; y para hacerle notar que los primeros mensajes emanados del vicepresidente Solbes sobre la nueva financiación no han gustado ni en la plaza de Sant Jaume ni en la calle de Nicaragua.

Así las cosas, y en un contexto económico que no facilita los compromisos, el Partit dels Socialistes va a ver en los próximos meses puesta a prueba esa centralidad catalanista a la que aspira. ¿Prevalecerá la firmeza que Montilla exhibió el domingo, o se echará mano otra vez de la coartada que el propio presidente de la Generalitat evocaba diez días antes del congreso, en una entrevista: "Los diputados del PSC están para defender Cataluña, pero para lo que no están es para hacer caer al Gobierno Zapatero y que venga Rajoy"? Digámoslo de otro modo: ¿está dispuesta la cúpula del PSC a plantarse frente al PSOE hasta el punto de poner en peligro -siquiera a corto plazo- la flota de coches oficiales que brillaba el pasado fin de semana en los laterales de la Diagonal? A mi juicio, lo estaría si concluyese que no hacerlo, no mostrarse muy firme ante Moncloa y Ferraz, condena a esa cúpula socialista catalana a coches oficiales para hoy, y hambre para mañana. Tal vez me equivoque, pero intuyo que ésta viene a ser la tesis del consejero Antoni Castells.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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